martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 0

Nos pillaron desprevenidos. Sus naves espaciales fundieron las paredes de nuestros edificios como si fuesen mantequilla; sus armas cercenaron millones de gargantas que no tuvieron tiempo de gritar...
Nadie los escuchó llegar... Aterrizaron en el más cruel de los silencios, auspiciados por las tinieblas de la noche traicionera.
Eran más silenciosos que nosotros, eran más rápidos que nosotros, eran más fuertes que nosotros. Su tecnología era más avanzada que la nuestra... Sembraban destrucción con la facilidad de la tabla del uno. Usaron todo su poder para conquistarnos, doblegarnos, aniquilarnos...
Pero cometieron un único error:
Jodieron el llavero de Roc Stormer,
Y NADIE JODE EL LLAVERO DE ROC STORMER.

Aunque esta historia no empieza con Roc Stormer. En estos momentos Roc Stormer está esposado en la parte trasera de un coche de policía, rumbo a la comisaría más cercana, sin ánimos de intentar forcejear... No tiene ni idea de lo que va a suceder esta misma noche, y tampoco sabe nada de la reunión que se está celebrando en el otro extremo de la ciudad.
En realidad pocos sabían algo de aquella reunión, porque era una de esas reuniones de científicos que sólo interesan a una minoría de gilipollas que digieren prensa especializada.
Los habitantes del vecindario, asomados a sus ventanas, contemplaban cómo los coches iban llegando a los aparcamientos reservados. Los individuos que de ellos se bajaban vestían con chaqueta y corbata. Sin embargo, era muy fácil suponer que se trataba de científicos. Quizá se debía a que sólo un científico sabía llevar un traje y una corbata con tan poca elegancia... Tal vez se debía a que sólo los científicos eran capaces de llegar con tanta puntualidad... o acaso se debía a que el edificio blanco y repleto de antenas parabólicas en el que entraban era el Centro de Investigaciones Espaciales: Un lugar en el que sólo entran científicos y chimpancés.
Y aquellos tipos no tenían pinta de chimpancés...
Pero ni siquiera los vecinos más curiosos eran capaces de ver lo que estaba sucediendo en el interior del edificio. Allí, los científicos eran conducidos a una sala amplia, con aspecto de aula en desuso. Uno tras otro, empezaron a ocupar los asientos en forma de grada, sin poder evitar dirigir de vez en cuando una mirada de reojo a la pizarra que colgaba de la pared del fondo, detrás de una mesa llena de trastos que, para una mente desentrenada, no podían tener otro nombre que el de “desorden”. Ese nombre también era aplicable a lo que estaba escrito en la superficie de la pizarra. La tiza chirriante había grabado en aquella tabla verdosa un sin fin de fórmulas, algunas figuras geométricas... y unos caracteres que no eran otra cosa que ideogramas orientales, como no tardaron en confirmar los cinco físicos japoneses que habían sido invitados.
Un murmullo ininteligible era el resultado de las conversaciones de aquellos hombres. Algunos compartían comentarios sueltos y un tanto ásperos, dignos del inglés más flemático (y es que algunos de ellos provenían, precisamente, de la “pérfida Albión”) otros conversaban más animadamente, y no era difícil darse cuenta de que no era la primera vez que coincidían. Los temas que salían de las cuerdas vocales eran variados: algunos discutían sobre temas estrictamente científicos, otros hablaban sobre sus vidas personales, o sobre el partido de volley-ball de la semana anterior...
... Y llegó un momento en que todas las conversaciones se extinguieron. El silencio se fue contagiando de un escalón a otro de las gradas, y lo único que conseguían escuchar los oídos más finos eran murmullos con contenidos tales como: “Es él”, “Así que no se lo ha tragado la tierra...”
Lo que había provocado aquel silencio era la apertura de una puerta que se hallaba en el lateral izquierdo de la sala... Y lo que había suscitado los débiles murmullos era la persona que había entrado por ella. Algunos ya le conocían, otros no... pero todos clavaban en él sus ojos, como hipnotizados por aquella aparición. El hombre, que cubría su traje de pana marrón con una bata blanca mal abrochada, se dirigió con pasos largos y firmes hacia la mesa que hacía compañía a la pizarra. Allí se detuvo... posó las manos entre el caos de papeles, grapadoras, tazas de café vacías... y levantó la mirada hacia las gradas. Las canas ya habían empezado a adueñarse de su barba descuidada. La última vez que todos lo habían visto (en persona o en los periódicos) no llevaba esa barba. A pesar de ello, ninguno tardó más de un segundo en reconocerle.
Sí... ante ellos estaba el gran Darius Klotsny: El hombre que en aquella misma aula había instruido, años atrás, a los más grandes científicos que conocía aquella década.
Ninguno de los que estaban sentados en esa grada conocía los motivos que le habían impulsado a abandonar el aula durante tanto tiempo, y a vivir en una reclusión tan estricta que, desde un punto de vista social, poco tenía que envidiar a un estado de coma. Pero allí estaba otra vez... Después de tantos años había atravesado una vez más el umbral de aquella sala... y aquellas paredes, que no habían podido hacer rebotar los ecos de una lección magistral desde aquél entonces, acogieron, una vez más, la voz (ahora desentrenada) del gran Darius:

- Bienvenidos todos... - saludó con una voz rota que tenía la misma textura que los posos del café -. Puedo ver entre vosotros a grandes compañeros de siglos anteriores... - los más veteranos profirieron una discreta carcajada bajo sus barbas blancas -. También veo por aquí a muchos de mis antiguos alumnos... ¿O acaso creíais que me había olvidado del aspecto que tenéis cuando os sentáis en esa grada? - ahora las risas fueron menos venerables, aunque más numerosas -. Algunos, como el señor Burton, se siguen sentando en el mismo asiento en el que tomaban mis apuntes. - El aludido era ahora presidente de tres institutos de Astrofísica, pero eso no le impidió ruborizarse -. Y estoy viendo también muchas caras que son nuevas para mí... A todos; compañeros o alumnos, conocidos o desconocidos... os doy las gracias por haber acudido a esta... conferencia.

El orador hizo una pausa, y los asistentes la aprovecharon para renovar su murmullo. “Parece que sigue en pleno uso de sus facultades mentales”, comentó más de uno a más de otro que se sentaba junto a él. En efecto, así lo parecía... o al menos lo había parecido hasta aquél momento. Ninguno de los allí sentados estaría dispuesto a admitir que un hombre en plena posesión de sus facultades dijese en serio lo que Darius Klotsny se disponía a contarles en los minutos siguientes.
Los que se habían sentado en las primeras filas, en un intento de adivinar cuál iba a ser el contenido de esas futuras palabras, observaban los ideogramas kanji dibujados en la pizarra, tratando en vano de encontrarles algún sentido... buscando en vano el misterio... el hallazgo que acaso concedería a Darius Klotsny ese premio Nóbel que ya habían estado a punto de concederle en siete ocasiones.
Este detalle no pasó inadvertido para Klotsny.

- Sí - dijo -. El estudio de la cultura japonesa es la clave para alcanzar lo que llevamos persiguiendo desde hace tantas décadas... - la frase fue pronunciada con energía apasionada. La apariencia de sensatez de aquél viejo científico se tambaleó durante unos instantes, y los asistentes más cercanos creyeron vislumbrar un brillo de locura en los ojos del gran Darius. Aunque tal vez “locura” no sea la palabra adecuada para describir ese brillo. Era más bien un brillo de obsesión... era ese brillo que se decanta en los ojos de aquellos hombres que han perseguido una quimera durante toda su vida. Y allí estaba el profesor Klotsny, con la certeza de haber atrapado a esa quimera entre las redes de sus teorías científicas.

El murmullo de desconcierto que habían producido sus últimas palabras acabó materializándose en una sola pregunta. El hombre que la pronunció en voz alta no era otro que Niccolas Zann, el mismísimo director del Centro de Investigaciones Espaciales. El doctor Zann era un hombre chupado y de pelo blanco, con una chaqueta de color granate, con una mirada penetrante de color negro... Y la pregunta que pronunció, fue la siguiente:

- Discúlpanos, Darius... tal vez hemos entendido mal... ¿estás diciendo que la clave para encontrar vida en otros planetas se encuentra... en la cultura japonesa?
- Habéis entendido perfectamente, Niccolas - respondió el profesor - y en cuanto os explique el porqué entenderéis con la misma perfección los motivos que me llevan a hacer esa afirmación... y os daréis tortas en las mejillas, preguntándoos por qué a nadie se le había ocurrido antes lo que voy a contaros.

Todos le devolvieron una mirada de estupefacción, incluidos los cinco japoneses. El profesor no pareció darse cuenta de ello, y continuó con su discurso:

- No me avergüenza reconocer que me topé con la cultura japonesa por pura casualidad. No será ésta la primera vez que la casualidad es la semilla de los grandes descubrimientos... - se detuvo un momento para soltar un par de toses -. En realidad sólo nos interesa un aspecto concreto de la cultura japonesa...
Al tiempo que lo decía, se acercó a uno de los pocos trozos vacíos que quedaban en la pizarra y, esgrimiendo una tiza, dibujó más caracteres japoneses.
- ¡El fenómeno ninja! - exclamó un exaltado profesor Klotsny.
Los cinco japoneses intercambiaron miradas a cuál más atónita. Esta vez ninguno fue capaz de murmurar nada.
- ¡Los ninjas! - prosiguió el gran Darius -. Los más terribles mercenarios en la historia del pueblo japonés. Se confundían con las sombras, asesinaban en silencio... y se regían por códigos morales que poco tenían que ver con la moral humana... La existencia del... fenómeno ninja... está más que comprobada. Aún en nuestros días existen maestros que practican y enseñan las artes ninjas... ... ... Y sin embargo los ninjas de los tiempos recientes no tienen nada que ver con los ninjas de la antigüedad.
- ¿Qué pretende usted insinuar? - preguntó uno de los científicos más jóvenes, levantándose de su asiento y sacando las manos de los bolsillos de su chaqueta beige.
- ¡Siéntese y déjeme que se lo explique! - rugió el profesor, señalando al arrogante joven con un dedo que poco tenía que envidiar al del mismísimo dios Zeus.

Los más veteranos miraban al joven del mismo modo en que se mira a un blasfemo que ha levantado la voz hacia el santo de una ermita. Así que, finalmente, el joven decidió callarse y sentarse, por este orden.

- Durante los últimos años me he entrevistado con numerosos maestros del arte ninja, y he aprendido muchos de los secretos de esas disciplinas. Los ninjas actuales son capaces de hacer cosas ciertamente increíbles, no lo niego... pero se trata de trucos baratos, en comparación con lo que relatan las más antiguas crónicas...

El profesor Kotsny se quedó un rato parado junto a su mesa, con la mirada perdida, meditando, tal vez recordando, tal vez intentando predecir...

- ¿Y qué es lo que esas crónicas relatan, profesor? - decidió preguntar uno de sus antiguos alumnos, antes de que el conferenciante se perdiese dentro de sí mismo y se olvidase de sus oyentes.

Darius Klotsny respondió sin mirarles, poseído su rostro por los rasgos de una expresión evocadora:

- Caminaban por las paredes, andaban sobre las aguas, como el mismísimo Jesucristo... eran capaces de desaparecer y aparecer por voluntad propia... Eran capaces, según dicen, de transformarse en distintos animales...
- ¿Y no habían tomado demasiado sake esos cronistas, quizá? - bromeó uno de los científicos.
Todos los demás le rieron la gracia. Todos, menos los cinco japoneses, que se mostraron indignados, y a punto estuvieron de retar a duelo al bromista científico.
Darius Klotsny se limitó a esbozar media sonrisa, y luego respondió:
- Lo dudo mucho, Larry. He estudiado personalmente más de seiscientas crónicas del Japón antiguo. Las he comparado entre sí... y he llegado a la conclusión de que son absolutamente fiables.
Uno de los científicos más ancianos se levantó y, mesándose la barba, esperó a que los murmullos de rigor se desvaneciesen, para poder hablar:
- Pero en ese caso, Darius... ¿qué explicación encuentras para que se relaten semejantes barbaridades en una crónica?
- La verdadera explicación, querido Fletcher, es la más obvia: Los ninjas del Japón antiguo no eran humanos.
Muchos de los asistentes lucharon por contener sus risas. Los restantes lucharon por contener su indignación. Ninguno de los cientos que poblaban esas gradas permaneció indiferente ante la sentencia del profesor.
- ¿A dónde quiere llegar con esto, profesor Klotsny? - inquirió Niccolas Zann.
- Quiero llegar a lo siguiente: Los actuales practicantes del arte ninja, y cuando digo actuales me refiero a los de los últimos siglos, son seres humanos que han heredado las técnicas ninjas, pero no las capacidades que permiten llevarlas hasta su máximo esplendor. Ello nos lleva a una conclusión inevitable: Los seres humanos aprendieron el ninjitsu de seres que sí poseían tales poderes.
- ¿Está usted insinuando...
- Que los ninjas humanos son los herederos de una civilización extraterrestre más evolucionada que la nuestra. Una civilización que visitó nuestro planeta en épocas pasadas y que habitó en los territorios japoneses durante varios siglos, conviviendo con los hombres de aquellas tierras, y dominándolos desde las sombras. - el profesor hizo una breve pausa, y luego continuó -. Las razones que les indujeron a venir y a marcharse cientos de años más tarde continúan siendo un misterio para mí.

Entonces nada pudo evitar que la gran mayoría riese a carcajada limpia. El anciano científico de la barba blanca también emitía una risa cascada mientras comentaba:

- Oh, viejo Darius... cómo me agrada que no hayas perdido tu antiguo sentido de humor...
- ¡No estoy bromeando!- gritó el profesor Klotsny con los ojos encendidos por alguna luz insana.
La expresión sonriente se desvaneció del rostro del anciano. Las risas se extinguieron como cachorros de koala.
El profesor cogió algunas de las hojas que permanecían repartidas por la superficie de la mesa. Las cogió con tanta energía que empezó a arrugarlas sin darse cuenta:
- ¡Mirad! ¡Aquí están todas las pruebas! ¿Nunca os habéis preguntado por qué los japoneses se vanaglorian de pertenecer a la raza aina que, según ellos, es descendiente directa de los dioses? ¡Sí! ¡En su tradición, desfigurada por el paso de los siglos, aun sigue reflejado el hecho de que los extraterrestres ninjas fecundaron a las mujeres y dieron lugar a una nueva raza, que sólo era medio-humana! - los cinco japoneses chillaban, indignados, una letanía de insultos ininteligibles para un oído occidental. - Toda la cultura de Japón está impregnada de los síntomas de esa colonización extraterrestre. ¡Tal es la causa de que la cultura japonesa sea tan sustancialmente distinta a las restantes culturas del planeta!
- ¡Por todos los demonios, profesor Klotsny! ¡No estoy dispuesto a permitir que en mi Centro de Investigaciones Espaciales se expongan teorías tan pueriles! - advirtió el doctor Zann.
Darius Klotsny tiró al suelo de un manotazo todos los papeles e instrumentos que había en el tablero de la mesa. Todos, incluido Niccolas Zann y los alterados japoneses, soltaron un “ooohhhh”.
En el tablero de la mesa había quedado al descubierto una tabla rectangular de brillante platino. Recordaba a las tablas que lucía Moisés en las pinturas bíblicas, y en ella el profesor había grabado una serie de números y figuras geométricas.

El dedo amenazador de Darius Klotsny volvió a remontar el vuelo.

- No vuelvas a calificar mis teorías de pueriles, Niccolas. ¡No te lo permito! - empezó a pasearse a lo largo de la tarima de madera que tenía bajo sus pies -. No se trata de simples suposiciones ciegas. Todo está estudiado; todo está científicamente corroborado... He pasado más de siete años siguiendo la pista a esos seres. En un principio me dejé guiar por la fisionomía de la raza japonesa. Ya sabéis a qué me refiero: Todos los avistamientos y los testimonios de abducciones describen algo similar: Piel blanca, ojos almendrados, carencia de pelo, tamaño insignificante...
Los cinco japoneses se levantaron, similares a samurais de una película de Kurosawa. Los occidentales que se sentaban cerca de ellos tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para volverlos a sentar.
- Pero esa suposición no parecía llevarme a ningún sitio - prosiguió el profesor -. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que el físico de los alienígenas que buscaba consistía, inexplicablemente, en todo lo contrario. Era lógico suponer que los ninjas actuales se empeñarían en disfrazarse de lo que habían sido los verdaderos ninjas. Por ello mismo, las vestimentas de un ninja han de estar basadas en el físico real de los verdaderos ninjas. - el profesor Klotsny hizo un gesto hacia una pequeña puerta entreabierta que tenía a su derecha -. Puede usted pasar, señor Smith.

El señor Smith era el conserje del Centro de Investigaciones Espaciales. Antes dijimos que en ese edificio sólo podían entrar científicos y chimpancés. Pues bien... el señor Smith era la excepción que confirmaba la regla.
Sin perdonar al profesor Darius el haber pronunciado en voz alta su nombre, el malhumorado conserje entró ataviado de los pies a la cabeza con un uniforme ninja: Iba vestido totalmente de negro, con una capucha igual de negra en la cabeza y un trozo de tela que le tapaba todo el rostro, salvo una franja que dejaba los ojos al aire libre. Los pies estaban calzados por un par de botas bastante extrañas, que parecían hechas para albergar dos dedos enormes en cada pie.

- He aquí - dijo Darius - el verdadero aspecto de un extraterrestre ninja.
Los científicos más jóvenes estallaron una vez más en carcajadas, y esto fue algo que molestó bastante al profesor, y molestó más todavía al conserje Smith, que hubiese dado su mano derecha por encontrar un lugar en el que esconderse.
Alzando la voz para superar el volumen de las risas, el profesor Klotsny retomó su discurso:
- Piel completamente negra; dos dedos en cada pie; cabeza desprovista de rasgos faciales: no hay nariz, no hay boca, no hay orejas... tan solo dos ojos brillando en un rostro completamente negro. Así es un alienígena ninja. A esto tenemos que sumarle una fuerza considerable, una agilidad increíble y unos reflejos inauditos.
Los más veteranos escuchaban la explicación con el gesto de quien está escuchando su propio funeral.
- Mi siguiente paso fue averiguar qué clase de ambiente era necesario para generar, según las teorías de Darwin y Lamarc, un ser de semejantes características. Disgregué todos los elementos básicos y los estudié por separado. Mi objetivo inmediato era determinar el planeta de procedencia de los ninjas. ¿Qué condiciones de oxigenación y presión atmosféricas eran necesarias para conducir a la gestación de una estructura física como ésta? - señaló al incómodo conserje Smith - ¿Qué condiciones gravitatorias permiten la génesis de tan asombrosas capacidades? ¿Qué composición química podría dar lugar a una dermis tan intensamente negra, y en qué planeta encontrar las bases de una química semejante? Durante varios años trabajé sin cesar para establecer todos estos parámetros, y cuando los hube reunido todos, advertí con asombro que existía en nuestro propio sistema solar un planeta que cumplía todas las condiciones necesarias.
El anciano Fletcher se retorcía en la silla como si le estuviesen contando un chiste sin gracia. Niccolas Zann tenía colgando en la comisura de la boca una sonrisa de incredulidad.
- ¿En nuestro propio sistema solar? ¿De qué demonios habla, profesor? ¿A qué se refiere?
Darius Klotsny avanzó con zancadas decididas hacia el lateral izquierdo de la pizarra. Una vez allí, desplegó un mapa estelar que había colgado en la pared, mientras decía:
- Me refiero... ¡a Urano!
Y su dedo amenazador no se dirigió esta vez hacia ningún lugar de las gradas, sino hacia un pequeño punto que aparecía dibujado en el mapa, entre el centenar de constelaciones.
- ¡Inaceptable! - rugían los científicos más viejos - ¡Totalmente inaceptable!
- ¿Es que no lo entendéis? - la mirada de Klotsny tenía algo propio de la locura de los visionarios -. ¡Lo hemos tenido siempre ante nuestras narices, y no nos hemos percatado!
- ¡Deje de proferir insensateces, profesor! - rugía el doctor Niccolas Zann -. ¡No me haga perderle el enorme respeto que le tengo!

El profesor Klotsny se abalanzó hacia la mesa y alzó entre sus manos la misteriosa tabla de platino, portadora de números y figuras geométricas.

- ¿Acaso no os dais cuenta de la gran oportunidad que se nos presenta? ¡Podemos comunicarnos con ellos! ¡Podemos aprender de ellos! ¡Mirad esta tabla! Su nombre es Rosetta 2. ¿Veis estas figuras geométricas que la adornan? Son la base de su lenguaje... ¡Yo, Darius Klotsny, he descubierto la forma de traducir y transmitir a través del espacio el idioma de los uranitas! ¡Con las instrucciones de mi Rosetta 2, podremos convertir en realidad nuestro sueño más antiguo: comunicarnos con otra civilización inteligente, con una civilización superior a la nuestra!
El sudor de la frente del profesor brillaba casi tanto como sus ojos febriles.
- Tantos años de aislamiento te han atrofiado el cerebro, Darius - sentenció el anciano Fletcher.
- No me queda más remedio que dar por terminada esta reunión - declaró Niccolas Zann. - Pueden todos marcharse cuando quieran.

El primero en hacerlo fue el conserje Smith, que se dirigió hacia la puerta entreabierta con pasos apresurados, arrancándose de cuajo la negra capucha, que dejó al descubierto su expresión malhumorada.
Los científicos de las gradas siguieron su ejemplo. Uno tras otro, se fueron incorporando, se pusieron sus abrigos, y abandonaron la habitación por las puertas traseras, dando la espalda a un anonadado profesor Klotsny, que seguía clavado en medio de la tarima, en silencio, con la tabla de platino todavía entre las manos y la mirada perdida en un remolino de ideas aún más caótico que el contenido de la pizarra que había a sus espaldas.

* *

Kristina Klotsny volvía a su casa después de dar un concierto de piano, como todos los sábados. Se había sentado en una butaca, frente al mencionado instrumento musical, en el escenario del teatro Octopus, como todos los sábados... Se había equivocado un par de veces en un par de teclas, como todos los sábados... A pesar de ello, lo había hecho lo suficientemente bien para recaudar un buen número de aplausos, como todos los sábados... Había huido, incapaz de soportar los aplausos y las miradas fijas en ella, por la puerta trasera del escenario, como todos los sábados... Y como todos los sábados, su padre, el ilustre profesor Darius Klotsny no estaba entre el público, pues tenía que hacer algo más importante que escuchar los conciertos de su hija. Así que la pianista no encontraba muchos motivos para quedarse allí, y sí muchas razones para largarse... Por eso había abandonado discretamente el teatro, consciente de que le esperaba otro domingo en soledad, y de que tras ese domingo solitario le tocaría volver al teatro Octopus, y esa vez no para dar un concierto, sino para ejercer su función de taquillera... como todos los lunes.

Había tomado (como todos los sábados) el camino de la avenida marítima, ya que a esas horas era un camino solitario. A Kristina Klotsny no le gustaba que la mirasen... y cuando andaba entre la multitud siempre había más de un hombre (y más de dos) que la miraban.
Porque Kristina era una de esas mujeres que los hombres miran cuando se la cruzan por la calle. No es que sus ropas llamasen la atención... siempre vestía con las ropas más discretas que encontraba en las tiendas. Su pelo era de un normalísimo color castaño, y solía llevarlo recogido en una coleta mal hecha, cual si intentase esconderlo del resto de los mortales. Sus ojos, también marrones, tampoco estaban hechos para llamar la atención... Pero la señorita Klotsny era bonita, y eso es algo que ella no lograba evitar de manera satisfactoria.

Su casa podía adivinarse en la lejanía, recortada contra el cielo del anochecer, erguida en el acantilado de la costa, con una terraza que daba directamente a la brisa marina, y a la profunda fosa abisal de San Lewis, que se hundía a pocos metros de la casa, hasta alcanzar (según decían los panfletos turísticos) los 24.000 metros de profundidad.
Sí... aquella era la casa que había visto crecer a la señorita Kristina Klotsny. Sus paredes habían sido mudos testigos de una infancia sembrada de una tristeza más profunda que la fosa de San Lewis. Con una madre de carácter depresivo, fallecida en un hospital psiquiátrico mediante una sobredosis de lejía, y con un padre que pasaba más de cuatro días seguidos encerrado en su laboratorio... que rara vez dedicaba a su hija más de tres palabras, ni más de tres minutos de atención, salió lo que tenía que salir: Un “bicho raro”. Así la llamaban las demás niñas en el colegio y más tarde, durante esos estudios universitarios que nunca pudo llegar a terminar, nadie tenía la desconsideración de llamárselo a la cara, pero podía leerlo en las miradas de sus compañeros. Era un bicho raro, y continuaba siéndolo... aunque los años le habían enseñado que incluso las personas más extrañas e infelices podían acostumbrarse al mundo y llevar una vida medianamente soportable. Y cuando algún indicio parecía querer convencerla de lo contrario, se decía a sí misma: “Mejor tocar mal el piano que morir de sobredosis de lejía”.
Como todos los sábados, la avenida la depositó en la cancela de su casa. Como todos los sábados, atravesó el jardín que las malas hierbas reclamaban para sí... Pero en el interior de la casa le esperaba algo que no sucedía todos los sábados.
Tuvo un raro presentimiento nada más atravesar la puerta. Había algo en el interior que no presagiaba nada bueno. El salón estaba poblado por todas aquellas reliquias japonesas que su padre había empezado a coleccionar años atrás: Las espadas denominadas katanas, los puñales denominados tantos, aquellas estrellas metálicas y puntiagudas, que recibían nombres como shuriken, o mitsubishi... aquellos biombos de papel de arroz...
Kristina dejó atrás todo eso y subió las escaleras que comunicaban con el piso de arriba. La puerta del laboratorio mostraba, a través de la rendija inferior, que la habitación del otro lado no estaba encendida. Eso le extrañó. Si algo había aprendido durante los diez últimos años (además de a tocar mal el piano) era que su padre siempre estaba trabajando a esas horas de la noche.
Llevó sus nudillos a la madera de la puerta y llamó discretamente. Nadie respondió.

- ¿Padre?

Pero lo único que se escuchaba, en la lejanía, era el lamento de las olas que se estrellaban contra el acantilado.
La mano temblorosa se dispuso a golpear la puerta una segunda vez. Luego, al ver que no obtenía respuesta, descendió hasta el picaporte... y lo giró.

La puerta se abrió, y los mechones de pelo castaño que habían quedado fuera de la informal coleta se estremecieron ante el soplo de una bocanada de aire frío. La puerta de la terraza estaba abierta, y una agitada brisa marina se colaba en el interior del laboratorio, haciendo vibrar todas las probetas, todos los tubos de ensayo, todos los frascos de cristal, que filtraban la luz de la luna a través de los líquidos fantasmagóricos que contenían.
Kristina recorrió la estancia, buscando entre las mesas a su padre. Tal vez el científico estaba realizando algún experimento que requería oscuridad... o tal vez, agotado tras horas de experimentación, se había quedado dormido con la cabeza apoyada en una de las mesas.
El viento acariciaba los tubos de vidrio, produciendo sonidos aflautados, siniestros... Pero había en la sala un sonido más llamativo todavía. Era difícil de describir, y aún más difícil de soportar. Provenía de uno de los rincones del laboratorio. Era una especie de pitido, y en ocasiones se transformaba en algo más similar a un zumbido de abeja.
Kristina, sin dejar de caminar, paseó su mirada por el rincón del que procedía el molesto ruido. En ese rincón, semienterrada bajo una maraña de cables de todos los colores, había una caja metálica, con luces verdes y naranjas que parpadeaban, iluminando de forma intermitente unos indicadores, similares a los cuenta quilómetros de los coches, cuyas agujas se movían violentamente, al ritmo de los pitidos. Y conectado a esa extraña caja, se adivinaba lo que parecía un teclado en cuyas grandes teclas había dibujadas peculiares figuras geométricas.

No pudo seguir contemplando la máquina la señorita Klotsny, ya que en ese momento se tropezó con una figura humana, y cuando giró la cabeza en dirección a la figura, no pudo reprimir un grito de horror. Siniestramente alumbrado por la luz lunar, un esqueleto humano colgaba de una barra de hierro, balanceando sus delgados brazos en el aire.
Necesitó varios segundos para darse cuenta de que se trataba de la imitación del esqueleto humano que tenía su padre en el laboratorio, para los estudios de anatomía. A pesar de ello, su corazón galopaba más rápido que sus pensamientos.
Intentó calmarse, pero el ambiente del laboratorio no ayudaba demasiado, y cuando sus ojos vieron lo que había más allá de la puerta abierta de la terraza, las esperanzas de recuperar la calma desaparecieron por completo.

Kristina Klotsny corrió hacia la puerta de la terraza. Allí, subido a la barandilla del balcón, estaba su padre, el gran Darius Klotsny, con los pliegues de su bata blanca agitados por el viento, y abrazando con ambos brazos aquella tabla de platino que respondía al nombre de Rosetta 2.

- ¡¡Padre!!

Pero el profesor Klotsny no parecía escuchar a su hija. La expresión de su rostro era la expresión de un demente. A través de los cabellos que el viento distribuía por la cara, se divisaban dos ojos bañados en lágrimas, que presentaban la misma mirada extraviada que habían adquirido en el aula vacía.

- ¡Padre!, baje de ahí en seguida. ¡Se va usted a caer!

El profesor temblaba, pero no parecía su temblor debido al frío, sino a la cólera.

- Insensatos... Reírse de Darius Klotsny... tomarse mis palabras a la ligera... Tomarse diez años de investigación a la ligera... - hablaba el profesor con un balbuceo que poco tenía que ver con la voz imponente que había sonado en el aula del Centro de Investigaciones Espaciales -. No queréis creer... no os atrevéis a creer... ¡¡Pues yo os obligaré a creer!! - esto último lo dijo mirando hacia los cielos, como si quisiera que el viento llevase sus palabras a los interesados.
- ¡¡Padre!! ¡Deje ya de decir locuras, padre!
Los gritos de Kristina parecieron surtir algún efecto en su padre. Éste la miró, con un movimiento brusco de la cabeza, como si no hubiese reparado en su presencia hasta aquel momento.
- Tú también, hija mía... - masculló con una pena desgarradora escrita en la cara -. Tampoco tú crees en mis palabras... tampoco tú... que llevas mi sangre... que compartes mis genes... Pero no me importa... porque yo os castigaré... ¡Estáis todos castigados! Y es tarde ya para arrepentimientos. - su mirada atravesó el cristal de las puertas de la terraza y desfiló lentamente por el interior del laboratorio, hasta detenerse en la extraña máquina que emitía los zumbidos.
Kristina siguió la mirada de su padre, y un fatal presentimiento se posó en las ramas de su mente como una bandada de cuervos.
- ¿Qué es lo que has hecho, padre? ¿Qué es esa cosa?
Darius Klotsny dejó escapar una risa enfermiza, que hizo saltar dos lágrimas silenciosas en los ojos de su hija.
- Es un transmisor-Alfa, configurado para enviar a los habitantes de Urano un mensaje codificado en su propio idioma - el profesor volvió a convulsionarse a causa de la risa -. Un mensaje de desafío... una declaración de guerra... - las risas del profesor Klotsny eran cada vez más inhumanas -. Ya nada puede detenerlo. Vendrán... es solo cuestión de horas... Vendrán y os destruirán a todos... ¡Os destruirán a todos!

Y una vez dicho eso, el gran Darius Klotsny se arrojó por el balcón, sin dejar de reír, y sin soltar de sus brazos la Rosetta 2, que se hundiría con él en las profundidades de la fosa abisal.

- ¡¡Paadreeee!! - chilló Kristina, mientras sus piernas corrían hacia el borde del balcón, en un intento de agarrar a su padre antes de la caída.
Pero Kristina Klotsny, como sucede en todas las novelas baratas de serie-B, llegó tarde, y con el estómago revuelto apoyado en la barandilla del balcón, sólo pudo aumentar el contenido de aquel mar embravecido con el agua salada de sus lágrimas.

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