martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 2

Los patos carbonizados flotaban en las aguas polvorientas del estanque. Ya no tenían miedo. Ya no podían aletear cada vez que los platillos volantes provocaban la caída de otra casa. Sus ojos vidriosos reflejaban las rojas llamas que consumían el césped.
Una mujer atravesaba el parque, con pasos apresurados e inseguros, persiguiendo a un Roc Stormer sediento de venganza.
Los ojos de Stormer también reflejaban el brillo de las llamas. Pero las llamas de Roc Stormer surgían de su propio interior. Las ametralladoras, erguidas como prolongaciones de sus propios brazos, buscaban con sus cañones alguna figura negra a la que cubrir de balas.
Se detuvo unos instantes a contemplar lo que quedaba de la ciudad. Los rascacielos que aún permanecían en pie parecían antorchas, y las naves espaciales, que ahora eran más de seis, se paseaban entre ellos, rematando de vez en cuando a algún insensato que gritaba en las ventanas, con la misma meticulosidad de esos pintores que observan detenidamente el cuadro que han pintado y, de repente, aplican una pequeña pincelada en la ramita de un árbol.
El aire cálido de la destrucción se estrelló contra la cara de Roc Stormer. Quedaba mucho trabajo por hacer, pero por algún sitio había que empezar. “El camino más largo se empieza con un solo paso”. Eso era lo que decían aquellos condenados orientales en el campo de concentración, cuando los obligaban a cavar su propia fosa común.
De pronto Roc reanudó la marcha. Había decidido cuál iba a ser el punto de partida de su venganza. Había averiguado cuál tenía que ser necesariamente ese punto de partida. Sus botas militares hicieron crujir las ramas carbonizadas y se encaminaron sin perder un minuto hacia el centro comercial que habían pisado aquella misma tarde.

Kristina Klotsny perseguía al justiciero todo lo rápido que podía. Le dolía el estómago a causa del flato. Roc Stormer caminaba demasiado rápido, y ella no se atrevía a llamar su atención con un grito, por miedo a que ese grito llamase también la atención de los asesinos de las espadas negras.
De todos modos, no encontraron en su camino ningún ninja, aunque todo parecía indicar que habían pasado por allí: Los cadáveres de perros y personas en las aceras, las farolas rotas, los semáforos ardiendo...

Las luces de neón del centro comercial agonizaban con un persistente tic nervioso. Kristina llegó a él justo en el momento en que Roc Stormer atravesaba las puertas automáticas que, milagrosamente, todavía funcionaban.
Kristina se detuvo para recuperar el aliento. Apoyó su mano en uno de los escaparates del edificio, y sintió un agudo dolor. Advirtió así que el cristal del escaparate estaba roto. El pequeño corte de su mano manchó el cristal de sangre, y a través del filtro rojo de la sangre, la señorita Klotsny pudo ver el interior del escaparate. Numerosos televisores, desordenados y rotos a causa de los temblores... Algunos todavía funcionaban, y en sus pantallas, las noticias de los telediarios luchaban contra las interferencias.
“El planeta se encuentra en alerta roja”, decía la locutora del noticiario. “Los misteriosos invasores han ocupado todas las capitales de los cinco continentes, sembrando el caos y la destrucción por motivos que desconocemos todavía. Las autoridades mundiales están en vilo. A continuación, retransmitimos en directo las palabras que está a punto de pronunciar Arthur McKensy, nuestro presidente de origen mahorí.”
Precedida por una interferencia, apareció en las pantallas de todos los televisores que seguían con vida la figura del viejo Arthur McKensy. Vestía con su habitual traje azul, pero la corbata estaba peor atada que de costumbre. Su cara estaba cubierta por grotescas rayas de colores que parecían pinturas de guerra mahoríes.
Estimados ciudadanos”, saludó el presidente con su cálido tono de voz. “La parte más dura de ser el presidente de una nación no es tener que asistir a esa gilipollez de cenas benéficas en pro de los niños tercermundistas. No... La parte más dura es tener que dar las malas noticias. Y hoy no tengo más remedio que darlas... Según los informes de la N.A.S.A y el Pentágono, los objetos volantes no identificados que atravesaron nuestra atmósfera a las 20:14 del día de hoy han despegado... del planeta Urano. Según las interpretaciones de nuestros expertos, el ataque que estamos sufriendo es tan sólo una avanzadilla. Nuestros radio-telescopios detectan una flota numerosa de platillos volantes que se aproxima a la Tierra con velocidad de crucero. Dentro de unas horas no habrá un solo rincón del planeta que no esté ensombrecido por las naves espaciales del enemigo.” El presidente McKensy metió las manos bajo su escritorio y sacó una lata de gasolina. Abrió el tapón de la lata y empezó a rociar su cuerpo con el inflamable contenido. “Estamos todos condenados”, fue lo último que dijo, y se prendió fuego con un zippo de plata. Los altavoces de los televisores retransmitían los gritos de los asesores de imagen, que contemplaban con horror cómo su presidente corría por el despacho oval, envuelto en llamas.
Medio minuto después, la agotada señorita Klotsny vio cómo se abría una puerta en una de las casas cercanas. Un hombre calvo y barrigudo salió al exterior, con una camisa a cuadros y una lata del gasolina en la mano.

- ¡Sigamos el ejemplo de nuestro presidente! - gritó el ciudadano - ¡El fuego es la única salvación!
A continuación se prendió fuego y empezó a correr calle abajo, envuelto en llamas.

En el interior de los edificios del barrio empezaron a escucharse cosas tales como:

- ¡Tiene razón! ¡No dejaremos que esos cabrones nos cojan vivos! ¡Bertha, tráete la lata de gasolina del garaje!
- Vamos, niños, vamos a seguir el ejemplo del presidente McKensy - se oía a través de otra de las ventanas.
- Pero papá... yo no quiero quemarme... - decía la voz de una pequeña niña.
- ¡Dónde está tu patriotismo, maldita desagradecida! - gruñía su padre.

En poco más de un minuto la calle estaba salpicada de cuerpos ardiendo que corrían hacia el fondo de la calle gritando el nombre del presidente suicida.

Al otro lado de las puertas automáticas del centro comercial, Roc Stormer se abría paso entre los cristales rotos del suelo. Había una dependienta destripada en el mostrador de cada tienda. Los probadores tenían cortinas agujereadas por los shurikens, y más allá de las cortinas, un espejo roto, manchado, teñido de rojo... y un cliente más insatisfecho que nunca.
Llegó al patio central del edificio. Unos precintos policiales amarillos se interpusieron en su camino. Él los pasó por debajo y accedió al lamentable espectáculo del interior. El resplandor rojo de una máquina de refrescos de cola iluminaba los cadáveres repartidos por el suelo.
Veintiséis de aquellos cadáveres habían sido cosa suya. Estaban encerrados en bolsas de plástico, y una tiza había marcado en el suelo sus patéticas siluetas. El resto de los cadáveres testimoniaba una forma de morir mucho más desagradable. Eran cadáveres de agentes, enfermeros, médicos forenses...
En medio de aquella matanza, un musculoso ninja alienígena permanecía de pie, observando un objeto que había cogido del suelo: una llave inglesa, con una etiqueta en el mango, que estaba encerrada también en una bolsita de plástico.

Roc Stormer avanzó hacia el uranita, alzando los cañones de sus ametralladoras. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de él, le dijo:

- Eh, tú, gilipollas...

El ninja levantó la cabeza, sorprendido.

- Existen dos clases de ninjas en este mundo: Los que se cruzan en el camino de Roc Stormer y los que no se cruzan en el camino de Roc Stormer. Dentro de dos segundos vas a tener la oportunidad de averiguar cuáles son los más afortunados.

El ninja se llevó la mano a la solapa, en busca de una de sus estrellas afiladas, pero Stormer fue más rápido en apretar el gatillo.

- Ratatatatatatatá - dijeron las dos uzis al unísono.

El derrotado ninja bailó el vals de la epilepsia y se desmoronó, aumentando el número de cadáveres del patio del centro comercial.

La llave inglesa también chocó en el suelo con un sonoro CLINK, y Roc Stormer paseó la mirada por el local, con los cañones de las ametralladoras humeando como tazas de chocolate hirviendo.

Sonó de repente un silbido a sus espaldas. Roc Stormer tuvo el tiempo justo para apartarse unos centímetros. Un shuriken pasó girando por el lugar en el que él había estado un décima de segundo antes, y se clavó en el suelo.
Roc se dio la vuelta con brusquedad. En el piso de arriba, detrás de las barandillas, una figura negra e imprecisa se movía con rapidez hacia el extremo opuesto del recinto. Roc intentó apuntarle con sus cañones, pero había desaparecido... Llegó hasta él un ruido sordo que se generaba a sus espaldas. Se volvió con rapidez, pero la silueta se deslizaba a considerable velocidad entre las barandillas del piso superior. Trató de seguir al escurridizo rival con sus disparos, pero sólo logró romper aún más los cristales de los escaparates, que se derramaron por las barandillas hasta la planta baja.
Roc dedicó una milésima de segundo de atención a los cristales rotos, y durante esa milésima sucedió todo: Un shuriken surgió de entre las sombras, cercenando los dos cañones de sus armas. Y al mismo tiempo, comenzó a escucharse un ruido metálico en los peldaños de las escaleras mecánicas. El ninja bajaba por ellas dando veloces volteretas, y antes de que Stormer pudiese reaccionar, saltó el ninja hacia él y le dio una fuerte patada en el pecho con sus pies de dos dedos.
Roc Stormer salió disparado hacia atrás, tropezó con una de sus propias víctimas y cayó al suelo. Se levantó rápido, pero mientras lo hacía el ninja ya le lanzaba un segundo golpe, y Roc sólo lo pudo detener a medias. El sonido de una espada desenvainándose lo hizo retroceder instintivamente hacia atrás. El ninja comenzó a asestar certeros espadazos. Roc los esquivaba como podía, retrocediendo hacia la pared del fondo. Los ojos del uranita brillaban con sadismo. Había conseguido acorralar a su presa.
Pero lo que el ninja no sabía era que a Roc Stormer le interesaba llegar hasta aquella pared. Cuando estuvieron a pocos pasos de la misma, fueron los ojos de Roc los que resplandecieron con sadismo. Mientras el uranita le atacaba con su espada, Stormer lo rodeó, le agarró su negro brazo con una mano, lo cogió por la nuca con la otra... y lo estampó con fuerza contra la máquina de refrescos de cola.
El ninja chocó violentamente contra la máquina, atravesando el caparazón de la misma. Unas chispas eléctricas se encendieron en el interior, y el cuerpo del alienígena empezó a sacudirse debido a las descargas. Unos gorjeos inhumanos reverberaban en el interior de la máquina, entre un concierto de chispas y de humo.
Roc Stormer se acercó a la máquina, tiró del enchufe que la mantenía conectada a la corriente eléctrica... y se acercó al cuerpo inconsciente del ninja. Con una fuerza brutal, empezó a estampar la cabeza negra contra el interior de la máquina. Las latas de cola y el cráneo extraterrestre se destrozaban mutuamente, y la sangre del bicho se confundía con el contenido de los refrescos de cola, pues ambos eran del mismo color.

Cuando la señorita Klotsny llegó al patio del centro comercial, estuvo a punto de vomitar ante el dantesco panorama. El suelo alfombrado de cadáveres, los cuerpos sembrados de cristales rotos... y un ex-combatiente perturbado que estampaba una y otra vez los restos de un uranita contra las latas de refresco de una máquina apagada.
Por si aquello fuera poco, Kristina advirtió cómo un nuevo ingrediente se sumaba al espectáculo. Se trataba de otro ninja, que descendía con una cuerda negra, aterrizando a pocos metros de Roc Stormer, con la intención de atacarle por la espalda.
Kristina Klotsny supo que tenía que hacer algo, y tenía que hacerlo rápido.
El ninja desenvainaba silenciosamente su katana, mientras avanzaba lentamente hacia la máquina de refrescos. La señorita Klotsny registró el suelo en busca de algún arma, y su mirada se topó con una llave inglesa ensangrentada y etiquetada, que alguien había guardado en el interior de una bolsa de plástico transparente.
Sólo tenía un segundo para alzar la llave inglesa, rezar por que su puntería estuviese a la altura y lanzar la llave inglesa hacia el ninja, invirtiendo en ello todas las fuerzas que le quedaban.
Logró hacerlo en medio segundo. La llave inglesa se clavó en el cráneo del uranita, produciendo un ruido similar al que se oye cuando alguien aplasta a una cucaracha, y el tercer ninja cayó al suelo de inmediato.

Roc Stormer se dio la vuelta alarmado. Reparó primero en la joven que se tambaleaba a sus espaldas. Era la misma que había visto bajo la mesa de la comisaría. Luego encontró, derribado a pocos metros de él, al ninja con la llave inglesa clavada en la cabeza. Comprendió por tanto lo que había sucedido.

Kristina Klotsny palidecía por momentos. Stormer la pasó de largo, serpenteando entre los cadáveres del suelo.

- Gracias - fue lo único que le dijo, mientras registraba a los policías muertos en busca de una pistola cargada de munición.
- De nada - fue lo único que pudo responder una lívida Kristina.

Roc Stormer se agachó junto al cadáver de uno de los ninjas y se apropió de su katana.

- Me llamo Kristina... Kristina Klotsny - dijo ella con voz insegura.
- Pues muchas gracias por su ayuda, Kristina Klotsny - respondió Roc con una voz dura, al tiempo que se metía en el interior de un bar destrozado para tomar prestado un palillo de dientes.
- Ahora soy yo la que necesito su ayuda... - se atrevió a decir la señorita Klotsny.
- Tengo cosas que hacer - contestó Stormer, llevándose el palillo de dientes a la boca, y dándole una patada a una lata de refresco que había escapado de la malparada máquina.
- Si me ayuda... creo que conozco una manera de intentar arreglar... todo esto... - musitó Kristina.
Roc Stormer la miró por el rabillo del ojo, mientras cargaba la pistola automática que había sustraído del cuerpo de un agente.
- Yo arreglo las cosas a mi manera - dijo, y empezó a caminar lentamente hacia la salida del centro comercial, con la katana colgada en la espalda.
Kristina le siguió, tropezándose con las bolsas de los cadáveres.
- ¿Cuál es su nombre? - preguntó al desconocido.
- Roc Stormer - respondió éste, sin volver la cabeza.
- Todo esto ha sido un malentendido, señor Stormer... Y creo que todavía queda una esperanza de solucionarlo. Tengo que ir al Centro de Investigaciones Espaciales, y yo sola no voy a ser capaz de llegar hasta allí.

Roc se detuvo junto a los precintos amarillos. Aquello era una interferencia en sus planes, pero esa mujer le había salvado la vida, y eso genera una especie de deuda de honor entre combatientes.

- Eso está en el otro extremo de la ciudad - comentó con voz áspera el señor Stormer.

La señorita Klotsny asintió con nerviosismo.
Roc Stormer se detuvo a pensar durante un minuto.

- Está bien - dijo al final -. La llevaré hasta el Centro de Investigaciones Espaciales, y allí nos separaremos, ¿entendido?- Entendido -respondió Kristina con una sonrisa un poco estúpida, pero bastante bonita.

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