martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 4

Si hubiese quedado alguien vivo en los alrededores del distrito 743, habría podido ver cómo los soldados del coronel Walter Casey se introducían, uno a uno, por la boca del metro.
Parecían un reguero de hormigas, bajando a paso ligero las sucias escaleras con sus cascos de camuflaje y el tintineo metálico de sus armas de fuego.
El interior presentaba una oscuridad de caverna de ogro. La corriente eléctrica había dejado de funcionar, y las linternas militares iluminaban débilmente los despojos del pánico colectivo.
Saltaron las barreras, dejaron atrás las taquillas... y confiscaron un tren que había quedado detenido en el andén.
Mientras un grupo de soldados volvía a poner en funcionamiento el generador de la corriente eléctrica, los demás obligaban a abandonar los vagones a los aterrorizados mendigos que habían entrado en el vehículo en búsqueda de amparo.
Krintina Klotsny, Stan Whitman y Roc Stormer caminaban entre los guerreros uniformados, sin decir una palabra.
La katana de uranina de Stormer había sido confiscada por los científicos, que esperaban obtener de su estudio alguna conclusión útil. A Roc no le importaba demasiado. Ahora era un soldado más, y como tal, portaba una ametralladora con bayoneta colgada del hombro, un machete de supervivencia en su cinturón, y unas cuantas granadas de mano.
Los otros dos no iban armados. Whitman sólo llevaba una expresión de desolación en la cara y diez dedos para manejar el teclado. Kristina sólo llevaba unas tetas bien formadas y unas cuerdas vocales para gritar.

También las ruedas del tren gritaron al ponerse en marcha. Los túneles se sucedieron uno tras otro, igual de negros que la noche que reinaba sobre ellos; igual de negros que la piel de aquellos extraterrestres monstruosos...
De vez en cuando, un soldado se bajaba para cambiar las horquillas de las vías. Continuamente encontraban otros trenes detenidos, y tenían que trasladarse a una vía paralela para no chocar. Todos los vagones detenidos albergaban a ciudadanos que se habían quedado sin casa, o que no se atrevían a exponerse esa noche ante la mirada sentenciadora de los cielos.
Todos ellos se extrañaban cuando veían pasar aquel tren con los compartimentos repletos de soldados.
Y los soldados hablaban entre sí, en un intento de disimular la tensión del ambiente.
En el vagón número ocho, un soldado pelirrojo de piel lechosa conversaba con su compañero de asiento:

- Cuando todo esto termine pienso comprarme un rancho en Oklahoma. Mi tío criaba vacas en ese estado.

Obviamente, este soldado morirá con un agujero en el estómago antes de que finalice esta novela.

En el vagón contiguo, el informático Stanley Whitman mascullaba maldiciones en un rincón:

- Mierda, mierda, mierda... ¿Por qué coño haría caso a mis padres? Puta informática... Yo siempre quise ser maestro de escuela...

En el rincón opuesto, Roc Stormer observaba en silencio su llavero oxidado. Sus ojos parecían perderse en las profundidades de la grieta que desfiguraba las siglas “R.S”. Tan perdidos estaban, que no advirtieron la presencia de la señorita Klotsny.

- ¿Le tienes mucho aprecio? - preguntó Kristina, sentándose en el asiento de al lado.
- Es lo único que me recuerda que alguna vez fui humano - respondió él sin desviar la mirada del llavero.
Kristina Klotsny quiso decir algunas palabras para suavizar las que había pronunciado Roc Stormer, pero tuvo miedo (como todos los sábados) de pulsar las teclas equivocadas.
Compartieron unos minutos de silencio, mientras el aire veloz, a través de las ventanillas entreabiertas, deslizaba su acento de espectro torturado.
Finalmente, Roc introdujo el llavero en el bolsillo izquierdo del pantalón, y estudió su propio reflejo en el cristal de enfrente. Al lado del suyo, pudo ver el reflejo de su bonita acompañante.
- Estuviste muy bien con la llave inglesa - reconoció Stormer.
Kristina Klotsny sintió cómo sus mejillas se teñían de rojo.
- Mi primer ninja... - fue lo único que alcanzó a decir. Y una risita tonta, y sobre todo nerviosa, empezó a hacer juego con el rubor de sus mejillas. Roc Stormer no reía, así que ella cortó su risa en seco, y desvió hacia el suelo la mirada. - Tú también estuviste genial... en la comisaría...
Roc Stormer no dijo nada. Parecía pensar en otra cosa. Kristina Klotsny se apartó con la mano los pelos de la cara.
- Este tren nos lleva hasta el Infierno, ¿verdad? - preguntó la señorita Klotsny, aunque ya conocía la respuesta.
- Si descarrilase sería menos peligroso - fue la contestación de Roc Stormer.
- ¿Crees que los uranitas escucharán nuestros mensajes de paz? - fue la segunda pregunta de Kristina Klotsny.
- No pienso darles tiempo para escuchar cuando me los encuentre - aseguró la voz áspera de Stormer.
- Tú no vas a Ratstone por el Winona II, ¿verdad?
Roc hurgó en uno de sus bolsillos; sacó de él el palillo de dientes que había sustraído del bar, y se lo llevó a la boca.

Dejando atrás un buen número de estaciones con aspecto de escenarios de post-guerra, el tren atravesó la ciudad de lado a lado, y poco después de pasar de largo una última estación, detuvo su marcha lo más silenciosamente posible.
Instintivamente, los soldados llevaron una mano a la culata de su arma.
Las puertas de los vagones se abrieron. Los soldados salieron al exterior, formando en perfecta línea recta. El coronel se detuvo frente a ellos, y pronunció unas últimas palabras:

- ¡¡Soldados!! - empezó a decir, con sus dientes sonrientes destacando en la oscuridad de los túneles -. El próximo paso que deis hará que vuestras botas dejen de pisar las vías del metro y aterricen en el campo de batalla. ¡Sois el mejor equipo de operaciones especiales de la nación! Dios nos ha brindado esta oportunidad para demostrarlo. Si alguno no se considera capaz de asumir esta misión, tiene mi permiso para desertar y pasar el resto de su existencia reponiendo los estantes de un supermercado, con las tripas roídas por el remordimiento; por el recuerdo de que, cuando su país suplicaba auxilio con gritos de agonía, no supo estar a la altura del cuerpo que lo acogió como a un hijo, que lo entrenó como a un guerrero... Nos arrastraremos por el conducto de ventilación, silenciosos como el planear del águila de nuestra bandera. Y ahora, todos en marcha. ¡Tenemos que rescatar un submarino!

Miró el mapa de la base, que aparecía en la pantalla de su reloj digital.

- Es por aquí - informó, mientras señalaba las tinieblas de su izquierda -. Quiero todas las linternas apagadas. Los mariquitas que tengan miedo a la oscuridad pueden utilizar las gafas de visión nocturna. Stormer, usted quédese en la retaguardia protegiendo al informático y a la chica, mientras nosotros abrimos el camino.
- Sí, señor... - escupió la boca de Stormer con desgana.

Los soldados se internaron en las sombras del túnel, con el coronel a la cabeza. Unas pequeñas lámparas en las paredes del túnel alumbraban tenuemente aquellas entrañas de hormigón.
La rejilla se encontraba a mano derecha, pero a pocos metros de la rejilla había algo que los hizo detenerse. Todos se pusieron las gafas de visión nocturna para asegurarse de que sus ojos no les engañaban. Y lo peor de todo es que no les engañaban: Era un ninja.

- Maldición - susurró Walter Casey -. Tienen la entrada vigilada.
- ¿Cuál es el plan-B, señor? - susurró a su vez el sargento que se encontraba a la derecha del coronel.
- Es solamente uno - contestó Casey -. Dispararemos todos a la vez. A la orden de fuego. Carguen - todos los soldados cargaron sus ametralladoras - apunten... - todos apuntaron hacia la silueta negra que se paseaba por las inmediaciones de la rejilla - ¡¡Fuego!!
Más de cien ametralladoras dispararon sin orden ni concierto, pero ninguna dio en el blanco. El grito de “fuego” había alertado al alienígena, que esquivaba los disparos saltando de pared en pared.
- ¡Mierda! ¡Que no se nos escape! - chillaba el coronel Casey sin dejar de apretar el gatillo - ¡¡Rodeadlo!!
Los soldados obedecieron, y aquella fue la última vez que tuvieron la oportunidad de hacerlo. En menos de un segundo, el ninja había empezado a repartir shurikens... y las mortales estrellas conseguían lo que las balas no lograban. Los soldados de Casey comenzaron a caer uno tras otro. Chillaban como perros atropellados cuando las estrellas atravesaban sus costillas.
El olor de la pólvora se mezclaba con el olor de la sangre. El ninja desenvainó su espada y empezó a saltar con rapidez entre los militares, cortando brazos y cuellos, rajando uniformes y tripas...
Ninguna bala era suficientemente rápida para alcanzar al ninja. El suelo estaba cada vez más lleno de cadáveres. Los pocos soldados que aún no habían sido desmembrados soltaban ráfagas de ametralladora que competían con sus chillidos histéricos. En poco más de un minuto, el ninja había despedazado a todo el regimiento. Ya sólo quedaba en pie el coronel Casey, que corría hacia el ninja, intentando vaciar en él el cargador de su ametralladora, y gritando:

- ¡¡Muere hijo de perraaaaa!!

Entonces, de repente, Walter Casey observó con asombro cómo el ninja caminaba por el aire hacia él. Parecía un milagro, y en cierto modo lo era. Si pudiésemos ver la escena a cámara muy lenta, nos daríamos cuenta de que el ninja apoyaba sus pies en las balas del coronel Casey, saltando en el aire de una bala a otra.
Pero el coronel Walter Casey no era capaz de ver las cosas a cámara lenta, y en realidad lo último que pudo ver fue su propio cuerpo decapitado, mientras la cabeza rodaba por el suelo.
El alienígena tomó impulso en los hombros de aquel organismo sin cabeza, dio una sofisticada voltereta en el aire, y aterrizó con precisión en el suelo regado de cadáveres.
No se dio cuenta hasta el último momento de que había aterrizado a dos centímetros del cañón de Roc Stormer, que le había estado esperando con una sonrisa implacable.

- Niño malo - dijo Roc con cierto sadismo, y vació un cargador entero en la cabeza del ninja.

Desde su escondite, Stan Whitman y Kristina Klotsny contemplaron la muerte del uranita, bajo la luz intermitente de los fogonazos del arma.
Luego vieron cómo Stormer cogía el reloj-mapa de la muñeca del coronel, y cómo avanzaba hacia ellos con el palillo de dientes bailando en la boca.

- Entraremos por la puerta principal - fue lo único que dijo.

Y empezó a caminar hacia la salida del metro.

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