martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 5

Una amenazante luna llena se colaba entre las nubes del cielo, proyectando en la tierra yerma la sombra de los alambres de espino.
La alambrada estaba desgarrada en muchos puntos, como si hubiese sufrido el zarpazo de alguna fiera gigante. Los tres supervivientes se colaron en Ratstone aprovechando una de esas grietas.
Roc Stormer estaba en lo cierto: La entrada principal no estaba vigilada.
Las pocas torretas de vigilancia que se mantenían en pie estaban vacías. El patio desierto era un paisaje de jeeps volcados con las ruedas ardiendo, cadáveres de soldados, y tanques que se habían convertido en charcos de metal fundido.
No demasiado lejos de allí, las olas de la fosa abisal de San Lewis recitaban advertencias con su voz ronca.

- El submarino debe de estar allí - hizo saber Roc, consultando el mapa del coronel y señalando hacia un hangar construido junto a la bahía -. Nos acercaremos por el lateral, amparados por las paredes de los barracones.

El becario del Centro de Investigaciones Espaciales y la taquillera del Teatro Octopus obedecieron sin rechistar.
Los barracones eran cuartuchos de paredes metálicas. Las puertas estaban entreabiertas, los goznes chirriaban siniestramente a causa del viento. Kristina consiguió reprimir su grito a tiempo cuando vio, tirada en el suelo a pocos metros de una de las puertas, una mano amputada.
Fue entonces cuando empezó a experimentar la sensación de que aquel silencio no podía anunciar nada bueno.
Roc apartó la mano de una patada y empezó a bordear los barracones con la bayoneta apuntando hacia el frente. Caminaban lentamente, procurando no producir ningún ruido. Los tres eran conscientes de que aquella tranquilidad no era normal. De vez en cuando un ruido los alertaba, y Stormer apuntaba con su cañón hacia la fuente del ruido. Pero normalmente se trataba de ratas y perros callejeros, que arrancaban los ojos de los soldados muertos o hacían bailar las tapas metálicas de los cubos de basura.
Los oídos entrenados de Stormer trabajaban a pleno rendimiento, intentando descifrar alguna amenaza entre los silbidos del viento.
Pero nada peligroso escucharon hasta haber dejado atrás unos ocho barracones. Fue entonces cuando Stormer hizo un gesto con la mano para que los otros dos se detuvieran. En el interior de uno de los barracones se había escuchado un gorjeo. Roc se aproximó en silencio a la puerta del barracón, y allí se mantuvo oculto con la espalda pegada a la fría pared de metal.
Stan y Kristina permanecían paralizados a pocos metros de la puerta. No fueron capaces de reaccionar cuando un estilizado ninja se asomó por la puerta y demostró haberlos visto llevándose la mano a la solapa.
Afortunadamente para ellos, Roc Stormer sí reaccionó. Aplastó la cabeza del ninja con la culata de su arma, y antes de que éste pudiese recuperarse, lo estampó en el suelo mediante una proyección y le atravesó la garganta con la bayoneta.
La sangre oscura del alienígena se derramó en silencio sobre el lecho de guijarros.
Lo bueno de luchar contra los uranitas era comprobar la extrema fragilidad de sus cuerpos. Eran blandos e inconsistentes, como cucarachas membranosas.

- Este tío comienza a acojonarme - murmuró Stan Whitman, mientras intentaba abrazarse a la señorita Klotsny.

Un imprevisto concierto de gorjeos alienígenas rompió la monotonía de las olas del mar.

- A cubierto - ordenó de repente Roc Stormer, indicándoles que se metieran en el barracón.
Se escondieron en el interior a todo correr, mientras Stormer arrastraba con ellos el cadáver del ninja.
Una vez ocultos, pudieron observar a través de las ventanas cómo algunos uranitas abandonaban algunos de los barracones y se dirigían (cómo no) hacia el enorme hangar que, según los planos, guardaba el submarino.
- ¿Será posible que tengamos tan mala suerte? - se atrevió a comentar Whitman.
- Shhhhhhh - le amonestó Kristina.
Los tres tuvieron el detalle de respirar lo menos posible hasta que todos los alienígenas desaparecieron de la vista.
El informático fue el primero en hablar:
- Bueno, aquí acaba todo... Se jodió el asunto... Misión fallida, caso archivado, control ALT suprimir...
- ¡No podemos dejarlo ahora! - exclamó Kristina Klotsny con un amago de lágrima en el ojo -. Si no encontramos la Rosetta 2, destrozarán el planeta...
- Seamos realistas: Estamos hablando de una tabla de menos de medio metro cuadrado sumergida a 24.000 metros de profundidad. Será casi imposible de encontrar. En el improbable caso de que demos con ella, habrá que interpretarla... y una vez que consigamos hacerlo, ¿qué haremos? ¿Mandarles un mensaje que diga: “Lo siento, señores de Urano. Todo fue un malentendido. ¿Qué tal si nos perdonan?”. Este plan ha sido descabellado desde el principio. Y ahora, después de ver cómo se comportan estos seres, me he dado cuenta de que las probabilidades de éxito son ínfimas.
- Pero son lo único que tenemos. Es nuestra única esperanza... - argumentó la señorita Klotsny.
- Mi esperanza más inmediata es no acabar descuartizado en un hangar militar.
Roc Stormer los interrumpió con unas palabras cargadas de firmeza:
- Ellos no saben dónde estamos nosotros, y nosotros sí sabemos dónde están ellos. Eso nos da ventaja.
- ¿Ventaja? ¿Cómo puedes hablar de ventaja después de haber visto el espectáculo de las vías del metro?
- Yo me voy a ese hangar - dijo Stormer. - Si no quieres venir, explícame cómo se abren las puertas, y lárgate.
Stan Whitman agachó la cabeza.
- Hay que introducir un comando RCP en el DTH del CPU-6. Si los circuitos secundarios están configurados en paralelo, habrá que invertir el sentido de lectura del LPTQ para invalidar la clave de acceso del... qué coño... ¿Cómo quieres que te lo explique en cinco minutos, si tardé tres años en aprobar el puto examen? No me miréis así... No... esa mirada es chantaje emocional... Dejadlo ya, tíos... Mierda... Por qué me hacéis esto...

Ninguno de los dos le respondió. Simplemente salieron los tres en silencio, conscientes de la locura que se disponían a cometer, aunque cada uno afrontaba esa locura de manera diferente.
Llegaron a la puerta del gigantesco hangar. Estaba oculta tras dos helicópteros, semejantes a libélulas heridas, con las aspas rotas; con los cristales de las cabinas hechos añicos...
Se detuvieron al amparo de una de las máquinas.

- Puede que cuando entremos no volvamos a tener más oportunidades de discutir el plan, así que prestad atención: Tú buscarás el ordenador que abre las puertas de las dársenas. Nosotros te cubriremos. Cuando encontremos el submarino, lo echaremos al agua. Tiene capacidad para dos personas. Tendréis que subiros en él y aprender a manejarlo como podáis. No creo que tenga un manual de instrucciones en la guantera.
- ¿Qué harás tú? - preguntó, preocupada, la señorita Klotsny.
- Tengo que arreglar asuntos personales.
- Esto me pasa por estudiar informática...

Roc cogió del suelo ametralladoras que los dueños ya no podían reclamar. Entregó una a cada compañero, y dijo en voz alta:

- Que empiece el boogie-boogie.

Se asomaron a la puerta del hangar, con la intención de disparar contra el primer ninja que reparara en ellos. Pero en el interior del recinto no encontraron exactamente lo que esperaban.

- Están haciendo la fotosíntesis - susurró una asombrada Kristina lo más bajo que pudo.

Efectivamente. El hangar estaba ocupado por dos filas de ninjas, sentados los unos en frente de los otros, de rodillas, con la espalda erguida, los pulgares unidos, los ojos cerrados...
Al fondo del hangar, más allá de las dos filas de uranitas, había una enorme puerta blindada y una mesa con un pequeño terminal de ordenador.

- Así que éste es el comedor... y ésta la hora de la cena... - susurró el informático.
- Recemos para que no sea un simple tentempié - añadió Kristina Klotsny.
- Según el mapa aquella puerta blindada comunica con las dársenas - fue la aportación de un siempre pragmático Roc Stormer. - ¿Crees que podrás abrirla? - interrogó al informático.
- Qué remedio...
- Andando - ordenó Stormer.

Dejaron la puerta a sus espaldas, y tal vez con ella la última posibilidad de escape. Empezaron a atravesar el hangar, procurando no pisar el suelo con demasiada fuerza. Eran conscientes de que en cualquier momento alguno de aquellos ninjas podía abrir los ojos (o tal vez todos...).
Por eso los dedos no se separaban de los gatillos.

Andando tan despacio, el maldito hangar parecía interminable. Ahora se encontraban justo en el centro de la habitación. El momento adecuado para soltar un estornudo, pensó Stan Whitman. Pero no... no iba a hacerles esa putada a sus compañeros. No iba a hacerse esa putada a sí mismo... Pero el solo hecho de pensarlo ya le producía cosquillas en la nariz. “No joder, no... No hagas eso, Stan... No tendría ni puta gracia”. No lo había pasado tan mal desde que aquella chica del instituto le dijo: “Te prefiero como amigo”.

- Ah... ahhhh...

Kristina Klotsny le tapó la boca justo a tiempo. Los tres miraron a su alrededor, para comprobar que los ninjas continuaban haciendo la fotosíntesis. Ninguno había abierto los ojos, gracias a Dios...
Acto seguido, las miradas se dirigieron, cargadas de odio, hacia Stanley Whitman. El propio Whitman se abría mirado del mismo modo de haber tenido los ojos fuera de su cuerpo. Y como precisamente quería seguir conservándolos en las cuencas oculares, siguió avanzando sin pensar en estornudos.

Kristina nunca había tenido un arma de fuego en la mano. El metal de la ametralladora se hacía resbaladizo a causa del sudor. Se preguntaba cuánto duraría el proceso de fotosíntesis de los ninjas de Urano. Se decía a sí misma que si se habían reunido todos de forma tan ceremoniosa, probablemente la cosa fuera para largo. Pero... ¿y si había intermedios en los que abrían los ojos? ¿Y si la fotosíntesis constaba de primer plato, segundo plato y postre? ¿Y si ellos tres estaban destinados a ser el postre? “Aprende, mamá. Esta es la manera de suicidarse en condiciones. Mucho más original que la inyección de lejía”.

Por fin llegaron junto a la puerta blindada. En el tablero de metal de la mesa, el pequeño ordenador permanecía encendido, con un salva-pantallas de las fuerzas armadas.

Roc y Kristina centraron su atención en las dos filas de ninjas, dispuestos a disparar al menor indicio de alarma. Aunque allí parecía haber más ninjas que balas...
Stan Whitman movió el ratón para desactivar el salva-pantallas y se puso manos a la obra. Trabajaba con lentitud, pues no se atrevía a teclear deprisa. Tenía miedo de que el ruido de las teclas generase ecos en las paredes enormes y desnudas y despertase a los arrodillados alienígenas.
Cuando todo estuvo debidamente configurado, le dio al ordenador la orden de ejecutar. En el monitor apareció una ventanita de aviso:

“Advertencia: Esta aplicación ha dejado de responder al sistema. Verifique las coordenadas de la unidad en cierre”.

Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que, acompañando a la aparición del cuadro de diálogos, el altavoz del ordenador emitió un sonoro: PLINKK.
Similares a dos hileras de luciérnagas, los ojos de los ninjas se empezaron a encender, como antorchas que se contagiaban el fuego unas a otras.

- ¡Puto Windows! - maldijo Stanley Whitman.

Roc Stormer empezó a disparar antes de que los ninjas reaccionasen. Acribilló a un buen número de ellos, pero los demás tuvieron tiempo de incorporarse. Los shurikens abandonaron las solapas negras.
El informático se escondió instintivamente debajo de la mesa, llevándose consigo el teclado para seguir trabajando a ciegas.
Roc arrastró a la señorita Klotsny al suelo para salvarla de las estrellas ninja. Luego siguió mandando ninjas al Infierno.
Kristina Klotsny luchaba por encontrar el gatillo de su arma.
- ¿Por qué no se abre esa maldita puerta? - preguntó al informático.
- ¡Estoy en ello! - respondía Stanley Whitman - ¡Estoy en ello!
Algunos uranitas trataban de acercarse corriendo por las paredes. Roc Stormer los derribaba sin contemplaciones, pues sabía que era peligroso dejar que se acercasen demasiado. Cuanto más cerca, mejor sería su puntería con las estrellas arrojadizas.
La señorita Klotsny consiguió al fin disparar su arma y descubrió con algo parecido a la alegría que también ella era capaz de matar. Al final los papeles se habían invertido: Ella alcanzaba a los enemigos con sus disparos, y habían sido los soldados los encargados de chillar.
- ¡Date prisa, Whitman! - rugía Roc Stormer, haciendo todo lo posible por esquivar una andanada de shurikens.
Como única respuesta, el informático le dio una vez más a “ejecutar” y las enormes puertas blindadas empezaron a ceder con un ruido ensordecedor.
- ¡Bingo! - exclamó ilusionado el informático.
- Id entrando en las dársenas - ordenó Stormer, al ver que ya había una rendija abierta lo suficientemente amplia para permitir el paso de una persona.
- Las damas primero - ofreció Stanley, en un arrebato de caballerosidad -. ¡¡Date prisa, coño!! - añadió al ver que Kristina se detenía para seguir disparando.
Primero ella, después él, pasaron a través de la rendija de la puerta. En último lugar se coló Roc Stormer, que tuvo la previsión de freír el ordenador con una lluvia de balas. Había estado en varias bases militares y sabía lo que sucedería: Se activó la alarma, y las puertas blindadas volvieron a cerrarse automáticamente.
A través de la rendija pudo ver a los ninjas que quedaban en pie. Corrían hacia la puerta a toda velocidad. Tuvo que apartarse bruscamente para esquivar un shuriken que se coló por el último resquicio de la rendija. A sus espaldas, escuchó el llanto de desesperación de Kristina Klotsny.
Lentamente, Roc Stormer se dio la vuelta temiendo lo peor, y lo peor estaba esperándole junto a la pared izquierda:
El submarino estaba desmontado en miles de piececitas, metidas en cajas apiladas y etiquetadas con carteles que decían: WINONA II.

- Mierda - era todo lo que parecía querer significar el balbuceo incoherente de Stanley Whitman. - Mierda, mierda, mierda... puta mierda...

Kristina lloraba en silencio. La única manera de bajar con su padre hasta el fondo del mar se reducía a un gigantesco y macabro mecano guardado en cajas de madera.

- Todo se acabó... - sollozaba con un hilo de voz. - Todo se acabó...

Unos chirridos desagradables comenzaron a oírse al otro lado de la puerta blindada. Sin duda alguna, los uranitas estaban golpeándola con sus katanas negras.

- Esa puerta no aguantará más de cinco minutos - observó Stormer.
- El mundo entero no durará más de cinco minutos - respondió el flébil hilo de voz de Kristina Klotsny. - Hemos fracasado... - y los sollozos ahogaron sus palabras.

Roc Stormer, por primera vez en quién sabe cuántas décadas, no permaneció impasible ante el brillo de una lágrima. Sintió algo similar a la responsabilidad que había sentido horas antes, cuando se vio obligado a llevarla al edificio de los científicos. Experimentó ese sentimiento que inspira a algunos hombres a regalar flores a una mujer hermosa. Pero un hombre del carácter de Roc Stormer no regalaba flores, sino tablas de platino escritas en lengua uranita.
Su cabeza empezó a chirriar con el mismo ruido que las katanas en la puerta. Una locura se estaba empezando a generar en su mente. Roc Stormer estaba acostumbrado a cometer locuras, pero nunca había cometido una tan grande como la que pasaba entonces por su atrevido pensamiento.

- Tengo una idea - dijo en voz alta -. Tal vez podamos conseguir esas tablas sin usar el submarino.
- ¿Cómo? - preguntaron al unísono Whitman y Kristina.
- No hay tiempo de explicarlo. Los ninjas llegarán de un momento a otro. Yo iré a por la tabla. Vosotros id al laboratorio del doctor Klotsny y recoged el transmisor. Luego buscad un medio de transporte y dirigiros hacia la bahía marítima. Si todo sale bien, nos encontraremos allí. ¿Entendido?
Kristina asintió, idiotizada. Pero Whitman respondió:
- Creo que se te olvida un pequeño detalle: ¿Cómo coño vamos a salir de aquí?
Las compuertas que daban al mar estaban herméticamente cerradas, y el ordenador que las abría estaba despedazado en la habitación de al lado, con dos kilos de plomo entre los chips.
- ¿Por el conducto de ventilación? - propuso Kristina.
Stormer negó con la cabeza. Descolgó una de sus granadas del cinturón, extrajo la anilla de seguridad y la lanzó contra la pared del fondo. La explosión hizo temblar las cajas del Winona y generó un agujero en la pared, que daba directamente al aire libre.
- Por aquí.

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