martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 1

Sentado en el catre mugriento, apoyada la espalda en una pared con olor a orina, Roc Stormer permanecía en la celda de la comisaría 5 del distrito 651, midiéndose cara a cara con el vacío.
El vigilante pasaba de vez en cuando por allí y le apuntaba con la linterna directamente a los ojos. Roc Stormer no los cerraba. Ni siquiera parecía darse cuenta de que más allá del vacío de la pared de en frente había un mundo en el que existían centinelas gordos armados con linternas, sonidos de sirenas policiales, y el lejano traqueteo de las máquinas de escribir, bailando en la atmósfera cargada de humo con el olor de la grasa de los donuts.
Roc Stormer. Estatura: 1’79. Color de pelo: Negro y rasurado el viejo estilo militar. Indumentaria: Pantalones vaqueros desgastados y una camiseta blanca con un par de agujeros y algunas manchas de sangre. Hora de entrada: 18:04. Delito: Asesinar a 26 inocentes con una llave inglesa, incluidos tres niños, una niña, dos madres y cuatro guardias de seguridad.
No era de extrañar que los agentes sintiesen antipatía hacia él. El policía que le había esposado estampó su cabeza contra el techo del coche policial. Roc Stormer encajó el golpe con resignación, y digirió los insultos del agente durante todo el trayecto, sin decir una palabra, mientras la sangre se deslizaba lentamente por la pequeña brecha de su frente.
Cuando el coche frenó en la entrada de la comisaría, el reguero de sangre ya había llegado hasta esa mejilla oscurecida por la sombra de una barba de tres días.
Lo sacaron del coche. Junto a la puerta del edificio se había reunido un corro de cinco o seis agentes que no tuvieron ningún reparo en escupirle a la cara. Roc Stormer no hizo nada por impedirlo. Ni siquiera cerró los ojos cuando uno de los escupitajos aterrizó a pocos milímetros de su párpado. En el fondo comprendía lo que sentían aquellos hombres de uniforme... y aunque no lo hubiese comprendido, habría reaccionado de la misma manera, porque ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando.
Ya no merecía la pena seguir luchando.
Uno de los polis lo empujó hacia la mesa número 7. Roc Stormer recordaba bien el número de la mesa, ya que su mejilla manchada de sangre seca aterrizó a escasos centímetros del cartel que contenía el numerito.
Sintió cómo unas manos masculinas inspeccionaban su trasero, registrando los bolsillos del pantalón en busca de objetos personales. Extrajeron del bolsillo derecho una cartera de cuero cuarteado.

- Anota el contenido de la cartera, Goose - ordenó un policía que llevaba un pequeño bigote y el pelo peinado hacia atrás, impregnado de grasienta gomina. Abrió la cartera y miró en el interior, como si se estuviese asomando a través de la mirilla de un microscopio -. A ver... cincuenta centavos en monedas, un calendario de las fuerzas armadas, identificación personal... y un escupitajo del agente Ritchie. - El agente del bigote escupió en el interior de la cartera y, acto seguido, la arrojó al interior de un cajón metálico. Todos los presentes le rieron la gracia. Todos menos Roc Stormer, que no tenía ganas de reír.
El agente Goose, un rubio uniformado con barriga cervecera, terminó de teclear en su máquina de escribir, con el rostro colorado a causa de la risa.
A continuación sacaron de su bolsillo un billete de metro usado y un paquete de chicle con sabor a eucalipto.
El agente Ritchie arrojó el billete de metro al cajón metálico y se metió en la boca el chicle de eucalipto. A Roc Stormer no pareció importarle demasiado, y tampoco reaccionó de ninguna manera cuando el policía, tras masticar durante cuatro o cinco segundos, le escupió el chicle a la cara.

Tras asestarle una sonora bofetada en la mejilla ensangrentada, llegó el turno de registrar el bolsillo izquierdo. Allí encontraron las llaves de su casa, metidas en un llavero de color cobrizo y forma rectangular, en el que sólo se podían leer las siglas “R.S”.

- Oh, qué conmovedor - se burló el agente Ritchie -. Qué llaverito más mono... ¿Te lo quieres quedar tú, Goose, o me lo quedo yo?

Por primera vez desde que fuera detenido, la furia se asomó en los ojos de Stormer. Se incorporó bruscamente, derribando a los dos agentes que lo mantenían pegado al tablero de la mesa, y gritó con una voz igual de áspera que el amago de barba de sus mejillas:

- ¡Aparta tus manos de ese llavero, gilipollas!

El golpe de dos agentes chocando contra el suelo sirvió de punto y final a la frase. La expresión del agente Ritchie parecía sacada de alguna viñeta humorística. Sin saber cómo reaccionar, paralizado por lo imprevisto de la situación, miraba al prisionero con cara de idiota, mientras el llavero se balanceaba en su mano, como el cadáver de una lagartija.

Los agentes tardaron unos segundos en reaccionar, pero al fin lo hicieron, sacando sus porras y dirigiéndolas a los riñones del preso subversivo.

- ¡Basta ya! - ordenó una voz autoritaria que surgía de una de las puertas del fondo.
Era la voz del comisario, que acababa de asomarse por la puerta de su despacho, con su camisa blanca manchada de café y sus tirantes negros.
- Deja ese llavero en la mesa, Ritchie - ordenó el comisario con un tono de voz que nunca le habían oído en todos los años que llevaban a su servicio.
- Pero...
- Haz lo que te digo, Ritchie, es una orden.
El agente Ritchie dejó el llavero en la mesa y se pasó una mano por el pelo engominado.
Roc Stormer dirigió sus ojos apagados hacia los ojos del comisario y le dijo:

- Gracias, Irvin.

El comisario contestó con un gesto de asentimiento, y algunos habrían jurado que en sus labios se formaba un amago de sonrisa. Luego se acercó a la mesa, cogió el llavero y lo guardó en uno de los bolsillos de su camisa.

- No te preocupes por el llavero, Roc. Lo guardaré personalmente. No le pasará nada. - Los policías observaban la escena desconcertados. - Llevadle a la sala de interrogatorios - ordenó el comisario -. Y si encuentro en este hombre algún otro síntoma de maltrato, me encargaré de que el responsable termine patrullando en el barrio de los chaperos.
- Señor... ¿no habría que tomarle primero los datos personales? Es el procedimiento... - hizo saber un agente pecoso que había entrado en servicio ese mismo día (lo cual era bastante fácil de deducir, porque llevaba la gorra puesta).
- A la mierda el procedimiento - respondió el comisario -. Yo rellenaré sus datos personales. Me los conozco de memoria.

Los agentes obedecieron como suelen obedecer los títeres: sin saber por qué hacen lo que están haciendo. Para ellos el comportamiento del comisario era un auténtico misterio. No sabían que Irvin Dymitric y Roc Stormer habían sido compañeros en el ejército. Y cuando dos hombres han vivido juntos las atrocidades de una guerra, surge una amistad que 26 muertos en un centro comercial no pueden romper de un solo golpe.
Tampoco conocían el inmenso valor que tenía para Stormer aquél llavero viejo. Era un recuerdo que se remontaba a su infancia, y ni siquiera el comisario Irvin Dymitric sabía a qué se debía exactamente. Lo único que el comisario sabía era que más de una vez, cumpliendo misiones en los territorios enemigos, Roc se había negado a huir en las maniobras de retirada porque el llavero se le había caído al suelo... Siempre volvía a buscarlo, jugándose la vida bajo la metralla de aquellos malditos orientales. A punto estuvo de perder la vida en su intento de fuga del campo de concentración, porque se empeñó en ir a buscar el llavero, que había enterrado al pie de las murallas para evitar que los japos lo encontrasen.
Y cada vez que alguien le preguntaba por qué valoraba tanto aquél viejo pedazo de hojalata, se mantenía reservado, y respondía que había sido un regalo de la única persona que le había apreciado de verdad.
Tal vez fuese cierto. Lo que era indudable, desde luego, es que Roc Stormer nunca fue lo que se dice una persona apreciada. La dureza de su carácter y la drástica manera que tenía de solucionar los problemas lo habían convertido en un ser solitario al que sus propios superiores contemplaban con cierto temor.

Los que lo conocían lo sabían a ciencia cierta: Roc Stormer había nacido para destruir. El campo de batalla era el mejor ecosistema para un tipo como él. Hacía de la destrucción un arte. Pero finalmente la guerra terminó, los enemigos se disiparon como un espejismo inconsistente... Roc Stormer regresó a la vida de los ciudadanos normales, y como ya no encontraba cosas que destruir, terminó destruyéndose a sí mismo, en un camino de degradación nihilista que le había conducido a una vida automática, a una pesadilla sin sentido, a una existencia sin ilusiones, sin metas, sin alicientes... y en última instancia, a un centro comercial, a una llave inglesa incrustada en el cráneo de una niña de ocho años, y a la sala de interrogatorios de la comisaría número 5 del distrito 651.
Y algo en su interior le decía que había llegado la hora de arrepentirse. Pero ni siquiera tenía fuerzas para hacerlo.

- Quítale las esposas - dijo la voz del comisario, en algún lugar que estaba más allá de sus pensamientos.
Ese lugar se llamaba sala de interrogatorios, y estaba presidido por una larga mesa metálica y un gigantesco espejo.
- ¿Está seguro, comisario? Este cabrón mata mujeres y niños.
- Tú limítate a quitarle las esposas y lárgate a comer donuts.
El agente obedeció. Roc sintió cómo las esposas dejaban de morderle las manos y a continuación escuchó el ruido de una puerta que se abría para volverse a cerrar.

Irvin Dymitric se acercó a la silla en la que habían dejado al prisionero. Durante el primer minuto ninguno de los dos dijo una palabra. El comisario contemplaba a Stormer con un atisbo de compasión. Roc mantenía los ojos clavados en la mesa.

- Cuando estábamos en el frente sólo matabas a los que se lo merecían - recordó Dymitric, modulando las palabras con un susurro triste.
Roc Stormer no contestó.
- ¿Te importa que fume? - preguntó el comisario.
El prisionero hizo un gesto con la cabeza, dando a entender que no le importaba.
No le importaba haber visto la llave inglesa incrustada en el cráneo de aquella niña, así que no iba a poner el grito en el cielo por un simple cigarrillo.
Irvin Dymitric sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa y encendió uno de ellos con una cerilla.
- Veo que los sigues encendiendo con cerillas - comentó Stormer con un tono de voz inexpresivo, y sin haber levantado los ojos de la mesa.
El comisario asintió, con una sonrisa triste en el semblante. Un nuevo silencio volvió a adueñarse del ambiente, obligado a convivir con el humo del cigarrillo.
- ¿Por qué mataste a esas personas, Roc?
- Porque ya estaban muertas - contestó Roc Stormer, con su voz enajenada, y con esa mirada apagada que no sentía la necesidad de aspirar a algo mejor que el tablero de la mesa.
El comisario Irvin se llevó una mano a la frente. Se sacó el cigarro de la boca, y volvió a tomar la palabra:
- Este mundo es una mierda, Roc. Los dos lo sabemos. No se trata de ningún secreto, ¿verdad? Cada día resulta suficientemente jodido por sí mismo. No me lo jodas más todavía... Explícame los motivos de tu crimen, Roc. Inventa una excusa para justificar tus actos, y te prometo que me la tragaré como un imbécil, por absurda que sea. Necesito tragármela...
Roc Stormer levantó por primera ver los ojos y miró cara a cara a su interlocutor.
- No hay ninguna excusa, Irvin.
La cara del comisario se puso roja de repente. Se levantó, derribando la silla, y dando un puñetazo en la mesa.
- ¡Maldita sea! ¡Me niego a creer que el hombre que me salvó la vida en Sin-hong es el mismo que ha privado de ella a 26 inocentes! Roc, por el amor de Dios... algún motivo habrá...
- El hombre que te salvó la vida en Sin-hong está muerto - fue la contestación de Stormer -. Todos estamos muertos.
- Entonces supongo que no te importará que te condenen a muerte por lo que has hecho. Porque eso será lo más probable si insistes en comportarte de esta manera.
- Tú lo has dicho.

Irvin Dymitric parecía haber envejecido diez años en dos minutos. Con pasos lentos, apesadumbrados... abrió la puerta de la sala y dijo a los agentes que aguardaban en el exterior:
- Llevadlo a la celda.
En su voz no se reflejaba el rencor, sino la derrota.

Y ahora Roc Stormer estaba allí, sentado en el catre de su celda, aguardando a que los verdugos del Estado hiciesen con él lo que él ya no tenía energías para hacer consigo mismo.

En otro lugar de ese mismo edificio, el comisario Dymitric cerraba la puerta de su despacho, con la vaga esperanza de encontrar en su café de las ocho un pequeño consuelo que suavizase el sabor de esa mierda de día.
El negro líquido se tambaleaba en el interior del vaso de plástico, haciendo bailar el reflejo de los fluorescentes del techo. Irvin empezó a echar cucharadas de azucar en el vaso. La negrura del café se las tragaba, las absorbía... y el azúcar terminaba contaminándose de la amarga oscuridad, como una blanca gaviota sumergida en un charco de brea.
Echó en el café cinco cucharadas, tan inútiles como necesarias, y acercó el borde del vaso hacia sus labios, para compartir el calor de algo acogedor en una noche fría como aquélla.
Uno de los agentes novatos abrió la puerta del despacho de golpe.

- ¡Mierda! - chilló el comisario, pues el sobresalto le había hecho derramar el café hirviendo por la pechera de la camisa.
Descargó una mirada de odio hacia el novato, que seguía allí mirándole con su cara de imbécil, con su uniforme planchadito, y con la maldita gorra encasquetada en la cabeza.
- Qué coño pasa - quiso saber Dymitric, mientras aplicaba servilletas de papel al turbio pantano que se había generado en su camisa.
- Acaba de... llegar una señorita que quiere hablar con usted - dijo el novato con voz temblorosa.
- ¡Pues hágala pasar! - vociferó el comisario - ¡Y la próxima vez llame a la puerta antes de entrar!
Un instante más tarde entró tímidamente en el despacho una mujer joven, que llevaba el pelo recogido a medias en una coleta imperfecta, y que lo miraba con unos ojos temblorosos que tenían el mismo color que las recientes manchas de su camisa. Parecía asustada, y llevaba los brazos cruzados a la altura del pecho, como si se quisiese proteger con ese inútil gesto del mundo exterior.
Su nombre era Kristina Klotsny, y los surcos húmedos de sus mejillas daban a entender que había llorado.

Irvin Dymitric tiró a la papelera las servilletas mojadas e hizo un ademán a la recién llegada.

- Pase y siéntese, señorita...
- Klotsny - contestó ella, mientras se sentaba frente a Dymitric, en una de las sillas del despacho.
- ¿A qué se debe su... visita, señorita... Klonchi?
- Ésta era la comisaría más cercana... y... tengo que decirles algo urgente...
- Tranquilícese, señorita - se apresuró a decir el comisario, al ver que Kristina se mostraba cada vez más alterada -. ¿Qué es eso tan urgente que me tiene que decir?
- Va a suceder algo horrible. Esta misma noche, posiblemente... - anunció la señorita Klotsny con un temblor en la voz.
- ¿De qué se trata?
- No lo sé exactamente - reconoció Kristina.
- No lo sabe...
- Tengo razones para sospechar que mi padre ha hecho algo malo - añadió con una voz tímida y atormentada.
- Algo malo... - Irvin Dymitric estaba empezando a experimentar otro arranque de mal humor. Si algo necesitaba para echar un poco más de mierda a la jornada era el testimonio sin sentido de una chiflada.
- Mi padre... es astrofísico... en el laboratorio de nuestra casa hay una máquina que hace... ruidos raros... - aclaró ella, con los ojos húmedos todavía.
- Ruidos raros... Mira, bonita, en esta sociedad hay muchas cosas que hacen ruidos raros. Mi microondas hace ruidos raros, los juguetes de mis hijos hacen ruidos raros, incluso las cañerías del cuarto de baño de esta comisaría hacen ruidos raros... Y a pesar de ello, el mundo sigue girando, día tras día...
Kristina había empezado a llorar de nuevo. El comisario le alargó una servilleta para que se enjugase el llanto.
- Esto es distinto - prosiguió ella -. Mi padre habló de castigarnos, y dijo cosas muy raras sobre el sistema solar, y sobre guerra...
Decididamente, estaba chalada... pensó el comisario. Pero él, tras tantos años de servicio, conocía bien la forma de tratar con los chiflados.
- No se preocupe, señorita... Voy a avisar a una patrulla para que pase por su casa y compruebe lo que me acaba de decir. Ya verá como se trata de una falsa alarma. ¿Me dice su dirección, por favor?
La señorita Klotsny empezó a deletrear su dirección. El comisario alargó la mano hacia el teléfono. Justo cuando estaba a punto de levantar el auricular, el teléfono sonó.
Extrañado, se lo llevó a la oreja y contestó con voz cansada.
- Comisario Dymitric al habla.

Una voz habló al otro lado de la línea. La expresión del comisario cambió por completo. Fue como si un rayo lo hubiese fulminado y convertido en piedra. Sólo tenía neuronas suficientes para decir de vez en cuando: “Emmmmm... sí... sí... sí...”. Al cabo de un rato, la voz del otro lado dejó de hablar.
- Muchas gracias, chicos. Mantenedme informado - dijo y acto seguido volvió a colgar el auricular.
Luego miró a la mujer que tenía en frente, con cara de preocupación, y le preguntó:

- ¿El nombre de su padre es Darius Klotsny, por casualidad?
La señorita Klotsny asintió en silencio.
- Según mis hombres, un vecino suyo asegura haberla visto a usted arrojando a su padre por un acantilado. ¿Tiene algo que decir al respecto, señorita Klonchi?
- ¡Yo no le empujé! ¡Se arrojó él solo! Yo intenté evitarlo, pero llegué tarde... - los ojos de Kristina volvieron a llenarse de lágrimas -. Llegué tarde...
Irvin Dymitric se llevó la mano a la frente, y la encontró más arrugada que hacía tan sólo unos minutos.
- Es la palabra del vecino contra la suya, señorita Klonchi...
- ¡Es Klotsny! ¡Y le aseguro que yo lo ví mejor que el vecino de al lado, señor comisario! - respondió una indignada Kristina, esforzándose por contener la nueva riada de lágrimas.
- Mi trabajo consiste en considerarla inocente hasta que se demuestre lo contrario, señorita comosellame - fue la contestación de un hastiado Irvin Dymitric - pero me temo que de momento tendrá que permanecer aquí...
- ¿Es que no ha escuchado nada de lo que le he dicho? ¡Estamos en peligro! Y a usted sólo se le ocurre...
- Tranquilícese señorita. No hay razón alguna para creer que...
- Conozco bien a mi padre, ¡y sé que hablaba en serio! ¡No pude entender bien sus palabras, pero sí tengo motivos para creer que...
- ¿Entonces habló con su padre antes del... suceso?
La señorita Kristina se llevó las manos a la cara. Su voz no pudo contestar, porque los sollozos la ahogaron sin contemplaciones.
Emitiendo un suspiro de resignación, ofreció otra servilleta a su interlocutora.

Fue entonces cuando sucedió. Un gran estruendo se escuchó en el exterior, y los cimientos de la comisaría se tambalearon como un castillo de naipes.
Irvin se levantó sobresaltado y miró a través de las persianas que cubrían la cristalera. Pudo ver cómo sus hombres desenfundaban las pistolas y corrían hacia las ventanas de la fachada delantera. Él no tardó en hacer lo mismo. La señorita Klotsny había desaparecido de sus pensamientos.

- ¡Qué coño es eso! - chillaba el agente Goose, y la pistola le temblaba entre las manos.

Cuando el comisario llegó a las ventanas, tuvo que formularse exactamente esa misma pregunta. Más allá del césped descuidado que alfombraba la entrada de la comisaría; más allá de los columpios del parque infantil, y de los patos que chillaban aterrorizados en el estanque, media docena de platillos volantes descargaba potentes rayos sobre los edificios de la ciudad.
Los edificios no tardaban en arder, y se desplomaban como bolos recién derribados, provocando los estruendos que hacían bailar los cimientos de la comisaría.
De pronto, uno de los platillos volantes empezó a acercarse lentamente hacia el barrio de la comisaría.

- ¡Vienen hacia aquí! - hizo notar el agente Ritchie, arrancándose los pelos de su bigotito.
- Está bien, chicos. No vamos a quedarnos de brazos cruzados. Sacad el armamento pesado. Yo voy a soltar a los presos de las celdas.
- ¿Piensa dejar libres a esos mamones? - protestó uno de los agentes.
- No pienso dejarles atrapados en una situación como ésta - respondió Irvin Dymitric -. ¡Todos en marcha! Me reuniré con vosotros en cuanto acabe con las celdas. - Se acercó a un armario de metal, hizo girar una llave y extrajo del interior una ametralladora uzi cargada de munición.
Los demás lo imitaron al instante. El agente Ritchie repartió uzis para todos. Tan sólo los dos agentes novatos se quedaron sin ametralladora. Estaban agazapados detrás de un escritorio, con sus rostros pecosos y las gorras puestas en la cabeza.
- Diantres, Jim. Menuda suerte tenemos en nuestro primer día...

El platillo se detuvo a unos cincuenta metros del edificio. Se abrieron dos compuertas en sus laterales y unas figuras negras y estilizadas saltaron hacia el césped. Dos ojos brillantes y fríos chispeaban en sus caras completamente negras, y llevaban una espada colgada en sus espaldas.

- ¿Habéis visto cómo saltan los cabrones? - comentó un policía.

Los ninjas, como si le hubiesen oído, empezaron a caminar hacia la comisaria.
Espiando a través de las persianas del despacho del comisario, la señorita Klotsny había sustituido la pena por el miedo.

- Vamos a freír a esos comunistas - propuso el agente Ritchie, y en menos de lo que tarda en decirse, él y sus compañeros salieron hacia el exterior, disparando sus ametralladoras contra las negras siluetas.

Ni siquiera las balas fueron tan rápidas como los terribles ninjas. Desenvainaron sus espadas katanas en menos tiempo del que puede ser medido, y lograron desviar con ellas todas las balas que los policías les enviaban.

- ¡Mierda! - exclamó el agente Ritchie.

No tuvo tiempo de decir mucho más. Uno de los ninjas llegó hasta él, haciendo gala de una vistosa y eficaz colección de piruetas, y antes de que nadie pudiese decir “E...” los pedacitos ensangrentados y la gomina del agente Ritchie regaban el césped.
El agente Goose fue el segundo en caer. Lo descuartizaron tan rápido que nadie habría sabido decir cuál de los trocitos fue cercenado primero. Los demás intentaron retroceder hacia el edificio, pero ya era demasiado tarde para eso. Todos acabaron padeciendo la más horrenda de las muertes. Los ninjas desgajaban sus miembros corporales con aquellas katanas tan extrañas. Sus hojas eran de color negro. No reflejaban ningún tipo de luz, y cortaban los huesos y la carne como si fuesen gelatina.
Un coche policial llegó a la comisaría a toda velocidad. Traía las sirenas puestas, y se detuvo junto a un árbol, a pocos metros de uno de los ninjas. Los dos polis que iban dentro sacaron el arma y se dispusieron a salir del coche, pero el ninja no les dejó tiempo de hacerlo. Empezó a sacar de su solapa cientos de estrellas arrojadizas, fabricadas con el mismo material negro de las espadas, y las lanzó contra el coche a una velocidad digna de la ametralladora más potente. Los negros shurikens atravesaron el capó, los cristales, los asientos, los cuerpos de los policías... En cinco segundos, el coche se desmoronó con más agujeros que un colador. En el interior había dos pulpas sanguinolentas y agujereadas, que segundos antes habían recibido los nombres de John y Terry. Las plumas de los asientos flotaban en el aire y se quedaban adheridas en la sangre pegajosa de los cadáveres.

Los dos agentes novatos observaban el espectáculo desde la puerta de la comisaría, apuntando hacia el frente de la ridícula manera que les habían enseñado en la academia.

- Cielos, Johnny. Estos tipos tienen un nin-jitsu muy depurado.
- Tienes razón, Jim. Larguémonos de aquí[1].

Y los dos agentes novatos dieron media vuelta y corrieron a resguardarse en el interior del edificio.

Mas tal vez os preguntéis: ¿Qué había sido de Roc Stormer?
Pues seguía en la misma posición en que le habíamos dejado. Con la espalda apoyada en la pared de la celda, con la mirada clavada en el vacío...
Había escuchado los estruendos del exterior, pero no había movido ni una pestaña a causa de ellos. Había sentido el temblor del edificio, y también eso le traía sin cuidado.
Y ahora escuchaba con igual falta de interés cómo el comisario Dymitric habría las puertas de las demás celdas y dejaba salir a los presos, que escapaban lanzando alaridos de terror.
Volvió a sonar el ruido de una cerradura, y la puerta de su celda también se abrió.

- Puedes salir, Roc. Circunstancias inusuales - dijo a su derecha una voz conocida.
- No voy a salir - respondió Roc Stormer.
- ¡Joder, Roc! ¡No me lo pongas tan difícil!
- He cometido un crimen, y quiero mi castigo.

Se escuchó en el exterior un estruendo más sonoro que los anteriores. Los barrotes de la celda vibraron.

- Pues al menos ayúdanos a salir de ésta - le pidió el comisario.
- No quiero ayudar a nadie a salir de nada.
- ¡Qué coño te han hecho, Roc! ¡Ese no eres tú!
- No, Irvin. Ya no ayudo a salvar vidas, ahora me dedico a matar niños con una llave inglesa. Vete de aquí y déjame morir tranquilo.

El comisario tragó saliva, se ajustó los tirantes y limpió el sudor que bañaba la uzi con la manga de su camisa.

- Si lo que quieres es morir, te recomiendo que salgas ahí fuera - dijo, y volvió a tomar el rumbo de la fachada delantera.

Stormer digirió las últimas palabras de Irvin Dymitric y decidió que tal vez llevaban algo de razón. No tenía sentido retrasar el momento de la sentencia. Como el reo que no necesita verdugos que le arrastren, se levantó del catre y caminó con pasos torpes hacia la fachada delantera, con la esperanza de que la amenaza del exterior (fuese la que fuese) le arrancase la vida.

Se acercaba a la puerta que conectaba con el campo de batalla. Al otro lado de esa puerta se escuchaban los sonidos de las ametralladoras y los alaridos de dolor que salían de las gargantas de los policías.
Atravesó la puerta sin intentar cubrirse. Lo primero que salió al encuentro de sus ojos fue una pareja de cadáveres. Eran los cadáveres de los agentes novatos, tirados en el suelo, con los ojos atravesados por las estrellas ninjas, y con las gorras encasquetadas en la cabeza.
La comisaría se había transformado en una auténtica carnicería. Los donuts de las mesas no eran lo único que tenía agujeros en el recinto. Unos cuatro o cinco ninjas, letales como un brote de sífilis, iban destrozando a los agentes, uno por uno, al par que esquivaban las balas, saltando, agachándose, corriendo por las paredes y los techos...
Roc Stormer permanecía inmóvil en medio de toda aquella masacre e, inexplicablemente, ninguno de los ninjas había reparado todavía en él.
Oculta bajo una de las mesas, una mujer joven, de unos veintitantos años de edad, le miraba con una expresión de terror y preocupación en los ojos.
Un shuriken negro atravesó la mesa y pasó a pocos centímetros de ella, haciendo bailar uno de sus mechones de cabello marrón.
El comisario también estaba por allí. Había volcado una mesa a modo de trinchera e intentaba alcanzar a los ninjas con sus disparos. Finalmente pasó lo que tenía que pasar: Uno de los ninjas descubrió el escondrijo del comisario y lanzó hacia él una andanada de estrellas ninjas. Las arrojadizas sentencias de muerte atravesaron el tablero de la mesa y antes de que las astillas llegasen a la cara de Dymitric, ya estaba éste escupiendo sangre con más de cien heridas pintando de rojo las manchas de café de su camisa.

Uno de los pocos agentes que todavía vivían aprovechó la situación para acribillar al ninja. Pero... ¡maldición! el cargador se había quedado sin balas. El ninja se dio la vuelta, torció la cabeza en un gesto de interés... y corrió hacia el horrorizado agente.

- ¡¡No!! ¡¡Noooo!! - chillaba este -. ¡Era una broma! ¡Era una broma!

Pero los ninjas de Urano no tenían sentido del humor.

Irvin Dymitric exhalaba sus últimos alientos con la mirada fija en el techo. Y Roc Stormer, tal vez obedeciendo a un eco de los tiempos perdidos, se acercó al moribundo compañero para despedirse de él, antes de acompañarle a los terrenos del Infierno.
El comisario le dedicó una mirada desesperada. Abrió su boca ensangrentada y dijo:

- Esto es peor que Sin-hong, ¿verdad?

Acto seguido, un par de toses terminaron de apagar su vida.
Roc Stormer cerró con sus dedos los párpados de su amigo. A sus espaldas se escuchaba todavía el fragor de la matanza.

Entonces, los ojos de Stormer se fijaron en algo que destacaba en el torso del comisario. El bolsillo de la camisa había sido desgarrado por uno de los shurikens, despedazando el paquete de cigarrillos y dejando a la vista su amado llavero.
También el llavero había sido rozado por la estrella arrojadiza, y tenía ahora un arañazo que desfiguraba la “R” y la “S”.
Era un simple rasguño, un arañazo insignificante, pero en la mente de Roc Stormer ese arañazo tenía la misma profundidad que el Cañón del Colorado. En la mente de Roc Stormer, aquella grieta era más honda que la fosa abisal de San Lewis y allí, en medio de aquella carnicería, la furia hizo redoblar el corazón de Stormer con renovadas fuerzas. Las aletas de su nariz empezaron a latir de cólera, en su interior tuvo lugar una erupción volcánica... Decidió que los cabrones que habían hecho eso merecían la más sangrienta de las muertes. Decidió que los cabrones que habían jodido su llavero RECIBIRÍAN la más sangrienta de las muertes... Y decidió que mientras le quedase un soplo de vida, lo dedicaría a castigar a aquellos seres sin escrúpulos. Aquel llavero había contenido durante mucho tiempo las llaves de su casa, pero ahora, después de aquél arañazo, contenía también las llaves invisibles que liberarían su venganza... la más terrible de las venganzas.
Y así, similar a un ave fénix de metralla y fuego, un Roc Stormer recién venido al mundo, revestido con el poder de la sagrada ira, empuñó en su mano derecha la uzi de su compañero caído, agarró con la izquierda otra ametralladora que yacía olvidada a sus pies... y, alzándose por encima de la mesa como un arcángel mal afeitado, apuntando a las negras siluetas sedientas de sangre, exclamó con acento justiciero:

- ¡¡Tomad ninjas de mierda!!

Aquello cogió a los uranitas por sorpresa. Intentaron esquivar la agresión, pero esta vez las balas sí fueron más rápidas que ellos, porque Roc Stormer sabía predecir sus movimientos, y cuando los ninjas intentaban apartarse, tan sólo conseguían saltar de la sartén para caer en las brasas.

Escondida debajo de la mesa, Kristina Klotsny parpadeaba al son de los disparos y contemplaba atónita (entre parpadeo y parpadeo) cómo los ninjas se retorcían en el suelo... cómo las balas de Roc chapoteaban en sus oscuros cuerpos...
Los malparados ninjas llegaron a las baldosas antes que los casquillos de la munición. Sus espadas negras también fueron a parar al suelo frío, golpeándolo con un lamento de metales helados.
Los cuerpos de los alienígenas chorreaban sangre por todos sus agujeros, y la sangre de los ninjas era del mismo color que aquellos cafés devoradores de azúcar que el comisario Irvin Dymitric ya nunca más volvería a tomar.

Desde su escondite, la señorita Klotsny presenció cómo aquel hombre sembrador de castigos recogía de los cadáveres toda la munición que podía. Cuando no quedaba más munición que rescatar, el desconocido miró a través de los cristales y salió resuelto, en busca de los platillos volantes.
Kristina Klotsny se vio asaltada por un pensamiento repentino. El peso de la responsabilidad la hizo temblar, porque de pronto, una vez desvanecido el peligro, se había dado cuenta de qué era lo que tenía que hacer... y su corazón le decía que si había alguien que le podía ayudar a hacerlo, ese “alguien” acababa de salir por la puerta de la comisaría con una uzi en cada mano.
Decidió que no convenía arriesgarse a perderle de vista y, armándose de valor, salió de la comisaría, dispuesta a alcanzarle, pasando por encima de un ninja agonizante que murmuraba, en perfecto uranita, una última frase antes de morir:
- ubuzi ca utaqefouq poa kur ulasqukkuciqur rim calureuci ñicaqirur ñuqu moarsqi mem-hosro.
[1]Léanse ambas frases con acento de doblaje sudamericano.

1 comentario:

cifu79 dijo...

Subfusil.

El UZI es un subfusil. O si prefieres escribir como un abuelete "metralleta".