martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 3

- Iremos en moto - anunció Roc Stormer, mientras sus brazos fornidos levantaban del suelo una motocicleta que había quedado derribada en medio de la calzada.

El tubo de escape se pronunció con un rugido, y el vehículo partió, con Roc al manillar y la señorita Klotsny abrazada al conductor.
Los platillos volantes seguían ensañándose con lo que quedaba de los rascacielos. De vez en cuando, un trozo de edificio que colisionaba con la calzada ponía a prueba los reflejos de Stormer.
Aunque Roc evitaba la calzada siempre que podía. Era más seguro conducir por las aceras e incluso en algunas ocasiones, por el interior de los edificios. Todo era preferible a llamar la atención de los platillos destructores.
Había hecho un pacto con la señorita Klotsny, y no quedaba más remedio que cumplirlo. Ya tendría tiempo de arriesgarse con los uranitas una vez hubiese dejado a su acompañante sana y salva en el Centro de Investigaciones Espaciales.

Y lo cierto es que ella, mientras la moto recorría el asfalto a velocidad de vértigo, no imaginaba un lugar en el que pudiese sentirse más segura que abrazada a la camiseta manchada de sangre de aquel hombre.

Los semáforos se habían vuelto locos, pero de todos modos nadie parecía dispuesto a respetarlos. Los pocos ciudadanos que aún estaban vivos corrían como ratas en un barco que se hunde. Las calles principales estaban colapsadas, pero eso nunca ha sido un serio problema para un buen motorista.
Y Roc Stormer ya había conducido motocicletas en el frente.

Los ninjas no habían reparado en ellos por el momento. La moto corría demasiado. Y yo diría que los uranitas estaban más interesados en asaltar guarderías, examinar los extraños artículos de los sex-shops, y llenar de shurikens a los cientos de infelices que, imitando el ejemplo de su presidente, salían a las calles con un vestido de rojizas llamas.

- ¡Cuidado! - chilló Kristina Klotsny cuando corrían por el pavimento deteriorado de una acera.
A pocos metros de ellos, un ninja uranita se interponía en la trayectoria de la moto. Estaba sentado en el suelo de rodillas, con los ojos cerrados, la espalda recta y las manos descansando junto al abdomen con las palmas colocadas una sobre la otra y los dos pulgares unidos, apuntando hacia arriba.
La postura recordaba bastante a los retratos de los budas. Pero en principio no fue eso lo que pasó por la cabeza de los dos pasajeros de la moto. Lo que pasó por sus cabezas fue: “Mierda”.
Stormer dio un volantazo justo a tiempo. La moto pasó rozando al ninja con una ráfaga de viento. El absorto uranita, que hasta aquel momento no había reparado en la presencia de nuestros amigos, abrió los ojos y se incorporó con rapidez.
Sí... “Mierda” era sin duda el pensamiento adecuado.
Los shurikens empezaron a volar hacia ellos. Roc daba bandazos con la moto para intentar esquivarlos, mientras, con una de sus manos, sacaba la pistola y apuntaba hacia la cabeza del ninja, guiándose por la imagen reflejada en el retrovisor.
Sonó un disparo. La bala de Roc Stormer se abrió paso entre la lluvia de estrellas y acertó al ninja entre los ojos (aquella había sido la última vez que los había abierto).

A partir de entonces, los dos motoristas tuvieron los ojos más abiertos, y eso les ayudó a darse cuenta de que había más ninjas en esa curiosa postura de los budas. Normalmente lo hacían en los lugares más escondidos, en los rincones más discretos... Otros lo hacían en las ramas de los árboles... Y algunos, los más temerarios, se arrodillaban, cerrados ambos ojos, en plena acera, como el que habían dejado atrás con una bala entre los sesos.

El Centro de Investigaciones Espaciales ya no estaba muy lejos. Se distinguía en la lejanía, con sus llamativas antenas parabólicas y sus paredes ofensivamente blancas. Por ello mismo resultaba inexplicable que todavía no lo hubiese atacado ningún platillo. Los científicos que deliberaban entre aquellas blancas paredes sólo encontraban una posible explicación: Tal vez los uranitas percibían la realidad de una forma diferente. Tal vez según sus cánones perceptivos el Centro de Investigaciones Espaciales era un edificio discreto.
De todos modos, un regimiento del ejército se había aposentado en los alrededores para intentar proteger el edificio, ya que en su interior se refugiaban las mentes más brillantes que había dado el siglo.
Aquel día, sin embargo, por brillantes que fueran, se mostraban incapaces de salir de su asombro.
Todos habían sido congregados en uno de los laboratorios principales. Escuchaban con desmedido interés la ponencia del doctor Wilhelm Heisennhöffer. Cabeza cuadrada, anteojos cuadrados, peinado a raya. Su mandíbula prominente soltaba las palabras arrastrando las “erres”.

- Y ahorra, querridos compañieros, desearría mostrrarrles algo.

Extrajo del bolsillo de su bata una cajita blindada y unas pinzas. Abrió la caja y sacó de ella, con las pinzas, uno de los shurikens negros de los alienígenas.
- Este ejemplarr arrojadisa ha sido recogida porr los hombrres del corronel Casey - informó el doctor Heisennhöffer mientras alzaba la metálica estrella por encima de su cabeza. Los demás científicos seguían el artilugio con la “mirrada”. - Perrmitanme haserr ante ustedes un pequeño demostrrasión. ¿Me prresta su cafeterra, señorr Smitzh?
El conserje Smith, con su eterna expresión de mal humor, depositó su cafetera metálica sobre la mesa de trabajo.
- Obserrven - dijo el doctor Heisennhöffer. A continuación, lanzó las estrella hacia la cafetera con muchísima suavidad, sin imprimirle fuerza alguna.
La estrella giró lentamente en el aire, como una hoja desprendida de la rama de un árbol, y al llegar al armazón metálico de la cafetera, lo atravesó sin problema alguno, dejando tras de sí un corte limpísimo por el que se empezó a escapar el café del recipiente.
- Ohhhhhhhhh!! - exclamaron todos visiblemente impresionados. Todos menos el conserje Smith, que se acababa de quedar sin “cafeterra”.
Stanley Whitman, becario informático de veintidós años de edad, interrumpió su trabajo con el software de las antenas parabólicas y expresó su admiración con un vocablo que generó más de una mirada de reprobación dirigida hacia su persona. Sintiéndose un genio incomprendido de las palabras necias, volvió a refugiarse en el monitor del ordenador mientras la estrella ninja aterrizaba en la mesa de trabajo.

- Cerrcena cualquierr cosa como si fuerra de papel - hizo saber el doctor alemán. - Es el materria prrima de sus arrmas. Prrobablemente algún tipo de minerral desconosida extrraída de las canterras de Urrano. Sus prropiedades son asombrrosas, al parr que letales. He desidido bautisarrla con el nombrre de URRANINA.
- Uranina... - masculló el esquelético Niccolas Zann, acariciando su huesudo mentón con una mano igual de huesuda.
- ¿Y eso qué significa? - preguntó levantándose de la silla el joven científico de la chaqueta beige.
- Significa que el bueno de Darius estaba en lo cierto - respondió el veterano Fletcher Adams, mesándose la barba (cosa que sólo hacía cuando no entendía algo o cuando algo le tenía preocupado).

Todos callaron. Todos agacharon la cabeza. Todos miraban de reojo el mapa estelar colgado en la pared; aquel mapa estelar que habían rescatado del aula del profesor Klotsny, en el que un pequeño punto les devolvía la mirada con gesto desafiante.

Un pitido desagradable interrumpió sus cavilaciones. Era el altavoz del interfono.

- ¡¡Unos desconocidos piden entrar al edificio, señor!! - gritó la voz de un soldado al otro lado de la línea - ¡¡El visitante hembra afirma ser hija de un tal Darius Klotsny!!

Todos se miraron con cara de idiota. Alguna taza de café se cayó de la mano que la sostenía.

- Hágala pasar - ordenó Niccolas Zann -. Inmediatamente.

Los soldados abrieron las verjas del edificio y dejaron pasar a nuestros dos amigos[1]. La katana de uranina y la pistola de Roc Stormer fueron temporalmente confiscadas.

Veinte minutos más tarde, Roc Stormer se tomaba una taza de café caliente mientras la señorita Klotsny terminaba de contar a los científicos lo que había sucedido con su incomprendido padre.
Todos se llevaban las manos a la boca.
- Espero que esto nos sirva la próxima vez para escuchar con una mentalidad más abierta - fue lo único que pudo decir Zann cuando Kristina terminó su relato.
- No habrá próxima vez - añadía la voz amarga del viejo Fletcher Adams.
Entonces fue Kristina la que dio un paso adelante e hizo sonar su voz tímida en el laboratorio.
- La máquina de la que les he hablado debe estar todavía en el laboratorio de mi padre. ¿No podían ustedes utilizarla para mandar un mensaje al planeta Urano y... arreglar las cosas?
- ¿Arreglar las cosas? - repitió con impotencia el doctor Zann -. En primer lugar, necesitaríamos años para averiguar los códigos lingüísticos de los uranitas. Rosetta 2 sería el único medio de descifrar con rapidez el lenguaje de esos asesinos... y esa tabla ha ido a parar con su padre al fondo de la fosa de San Lewis. Eso la sitúa a unos...
- 24 quilómetros de profundidad - dijo el becario informático desde su terminal de ordenador.
Niccolas Zann recompensó al becario con una mirada de aversión.

- Sí... 24 quilómetros de aguas repletas de peligros - continuó Zann -. No existe forma humana de llegar hasta allí abajo...
- Sí que existe - volvió a interrumpir Stanley Whitman (Stan para los amigos) recaudando con ello, una vez más, las miradas de antipatía de todos aquellos científicos. Con sus batas blancas curtidas tras años de investigación, no podían soportar que un informático novato vestido con un polo de color verde les intentase corregir.
Todas las miradas se clavaron en Whitman. Todas menos la de Roc Stormer, que sólo pensaba en terminarse su café y largarse de allí para impartir justicia a su manera.
Esta vez Stanley Whitman no se dio por vencido.
- Hay un submarino en esta ciudad capaz de descender hasta el fondo de San Lewis. ¿Es que no leen ustedes los panfletos?

Aquellos hombres de ciencias se encendieron de indignación. ¿Ellos, autores de tantos gruesos libros científicos, leer panfletos?

- ¿Y cuál es ese submarrino, señorr Whittmann? - prrreguntó el doctorrr Wilhelm Heissenhöffer.
- El Winona II - contestó el becario con una sonrisa que mostraba impúdicamente un descuidado aparato dental. Sus dedos entrenados golpearon un par de teclas, y en el monitor de los ordenadores apareció la imagen, sacada de internet, de un pequeño submarino militar, que venía acompañada de un texto explicatorio:

“Mide tan sólo cinco metros de punta a punta, y tiene capacidad para albergar a dos personas en su interior. El submarino experimental Winona II, desarrollado por el departamento de investigación y desarrollo de las fuerzas armadas, está diseñado con materiales que le permiten alcanzar en su inmersión los 25.000 metros de profundidad. Actualmente se encuentra en fase de experimentación, refugiado en las dársenas de la base militar de Ratstone, junto a la fosa abisal de San Lewis, que reúne en su ecosistema todas las condiciones necesarias para bla, bla, bla, bla...”

- ¡Por todos los demonios! Y lo tenemos aquí... en la mismísima base de Ratstone - masculló el doctor Zann. A continuación apretó un botón del interfono y habló con el soldado del otro lado de la línea - Dígale al coronel Casey que se presente inmediatamente en el laboratorio.

Roc Stormer apuró el café de su vaso de plástico, y empezó a pasearse por el laboratorio, en busca de una papelera en el que arrojarlo antes de irse.

- Sí... podría funcionar. ¿Por qué no? - aventuraba uno de los científicos.

No había ninguna papelera a la vista. Roc dejó el vaso en una de las mesas y empezó a caminar hacia la salida. La señorita Klotsny lo seguía con la mirada. Por alguna extraña razón, no quería verle marchar. Sabía que se iba a empezar a sentir desamparada en el mismo momento en que saliese por la puerta.
En su cabeza de “bicho raro” se asomó la idea de abandonar a los colegas de su padre y perseguir a Roc Stormer, fuese a donde fuese.

- Miren el mapa de la bahía - decía un joven científico -. La casa de Darius Klotsny está a menos de mil metros de la base de Ratstone. Simplemente hay que pasar a recoger el transmisor-Alfa y luego, en el viaje de vuelta, la base militar nos pillaría de camino. Si el doctor Zann redacta una petición, Ratstone pondrá en funcionamiento el Winona II, y podremos buscar con él la tabla del profesor Klotsny. ¿Por qué me miran todos así? Ya sé que no es precisamente fácil, pero ciertamente podría ser más complicado de lo que es...
- ¿Es que no ha escuchado usted el último boletín de noticias? - le preguntó Niccolas Zann.
- No. ¿Qué sucede?
- Los ninjas han conquistado la base militar de Ratstone. Debe de haber cientos de ellos allí.

Roc Stormer se detuvo en seco a pocos pasos del umbral de la puerta. Lentamente, comenzó a girar la cabeza hacia los que hablaban.

- Oh, vaya... - se lamentó el joven científico -. En ese caso no es difícil... es imposible...
- Tenemos que entrar en la base y quitarles el submarino - dijo la voz áspera de Roc Stormer.
Todos los hombres de aquella habitación contemplaron con curiosidad a aquel individuo que no había pronunciado una sola palabra desde su entrada.
- ¿Quién demonios es usted? - interrogó el doctor Zann.
- Stormer - contestó el justiciero mientras avanzaba hacia ellos -. Roc Stormer.
La señorita Klotsny experimentó una extraña alegría al comprobar que Roc Stormer se alejaba de la puerta de salida.
- ¡Intentar entrar en la base, con todos esos... bichos dentro! ¡Sería un suicidio! - hizo notar el joven científico.
- Entraremos por la puerta principal - anunció Stormer -. Eso nos dará ventaja.
- ¿Atacar la puerta principal? Es la mayor insensatez que he oído en muchos años. - dijo una voz autoritaria a las espaldas de Roc. Acababa de entrar en la habitación un militar maduro, de barbilla cuadrada y sonrisa similar a una mueca de estreñimiento. Las medallas acribillaban la chaqueta de su uniforme verde. - Atacaremos por el conducto de ventilación. Hay que pillarles de improviso.
- Con el debido respeto, señor. - fueron las siguientes palabras de Stormer -. Esos condenados piensan de forma totalmente distinta a como pensamos usted y yo. Atáqueles por la espalda, y su mente traicionera ya lo habrá previsto. En cambio, jamás podrán sospechar que alguien pueda entrar por la puerta principal. Son así de jodidamente retorcidos, señor.
- La estrategia no es un juego de niños, muchacho - dijo el recién llegado -. Yo llevo más de treinta años ganando guerras, así que no necesito que nadie me aconseje con ideas absurdas.
- El coronel Casey tiene razón, señor Stormer - intercedió el doctor Zann -. Tiene sobrada experiencia en este tipo de operaciones.
- Yo también la tengo - aseguró Roc -. Conozco bien a esos malnacidos. Estuve cuatro meses en un campo de concentración japonés. Me sé de memoria todas las costumbres de esos cabrones...
- Señor Stormer, le agradeceríamos que cuidase su lengua - le pidió Fletcher Adams.
- Cuatro meses observándolos, estudiándolos, sufriéndolos... Me obligaban a comer ostras oligofrénicas. Solamente un retorcido hijo de puta obliga a alguien a comer ostras oligofrénicas. Sé muy bien de lo que hablo...
- Según parece, señor Stormer, lo único que no aprendió usted con los japoneses es la disciplina - señaló el coronel Casey -. Yo soy el oficial al mando, y si usted quiere participar en esta operación, tendrá que someterse a mis órdenes.
- Sí, señor... - respondió con su voz áspera Roc Stormer mientras arrojaba sobre el coronel una mirada de despecho.
El coronel Casey se acercó al monitor que mostraba la imagen del submarino.
- Asaltaremos la base y tomaremos el submarino - dijo -. Tras ello, dos de mis hombres descenderán a la fosa abisal en busca de la tabla, mientras el resto del comando recupera el transmisor. Usted, muestre el mapa de la bahía en la pantalla - añadió dirigiéndose a Stanley Whitman.
- Yo soy informático, no topógrafo. No se me permite extralimitarme en mis funciones.
Niccolas Zann dirigió al joven una mirada severa. Finalmente, el informático aporreó el teclado y el mapa de la bahía apareció en el monitor.
El coronel Casey sacó una especie de batuta de uno de los múltiples bolsillos de su pantalón de campaña.

- La base de Ratstone está aquí - empezó a decir el coronel -. Nos introduciremos por la red de metro y nos adueñaremos de uno de los trenes de la línea 7. Nos detendremos en esta estación. - la señaló en el monitor con su batuta -. A la izquierda de las vías existe una rejilla que comunica directamente con los conductos de ventilación de la base.
- ¿A quién se le ocurre construir una base militar que conecta directamente con las vías del metro? - fue la inoportuna pregunta del becario informático.
- El metro no estaba allí cuando se construyó la base - contestó el coronel con voz resentida y un tic nervioso en el ojo -. Y esto que les estoy contando es información reservada. No debe salir de esta habitación. El enemigo no vigilará los conductos de ventilación. Eso es seguro. Nos arrastraremos hasta las dársenas y allí escaparemos con el Winona II y con los equipos de submarinismo de Ratstone.
- Sigo pensando que deberíamos entrar por la puerta delantera - interrumpió Stormer.
- ¡Nadie le ha pedido su opinión! - contestó, irritado, el coronel Casey.

Roc Stormer decidió retornar a su mutismo. El coronel Casey continuó con su discurso.

- Las compuertas de las dársenas están cerradas mediante un mecanismo controlado por sistemas computerizados.
- ¿Y cómo piensan abrirlas? - quiso saber el doctor Zann.
- Nos llevaremos al informático - fue la respuesta del coronel.
- ¡¿Qué!?
La vocecilla que hizo esa última pregunta pertenecía al becario Stanley Whitman.
- No, no, no, no, no... yo no soy informático... Yo soy sólo un becario... Es más, ¡odio la maldita informática! ¡Detesto los ordenadores! M-me metí en esto porque decían que se encontraba trabajo... y mire el trabajo de mierda que tengo...
- Pero, ¿se considera capaz de abrir las compuertas de las dársenas? - le preguntó el coronel.
Con una vocecilla de ratón asustado, el becario Stanley Whitman tuvo que reconocer que:
- Sí.
- Entonces no se hable más, muchacho. Su país le necesita. La señorita también vendrá con nosotros.
- ¿Yo? - Kristina Klotsny alzó la cabeza, sorprendida.
- Sí, usted - contestó Walter Casey -. Necesitaremos a alguien que tenga tetas y que chille en los momentos de peligro para entretener al público. Y, por lo que parece, usted es la única mujer presente en esta sala. A no ser, señor Zann, que exista alguna mujer entre su equipo científico...
- Por supuesto que no - respondió el doctor Zann indignado -. Éste es un centro eminentemente machista.

En ese momento, el científico de la chaqueta beige exclamó:

- ¡Eh, que alguien suba el volumen de la tele!

En un rincón del laboratorio había una televisión encendida a la que nadie hacía demasiado caso.
El conserje Smith subió el volumen con el mando a distancia.

“Los invasores han sitiado todas las escuelas de nin-jutsu del país. Los maestros ninjas terrícolas han sido salvajemente torturados ante las puertas de sus escuelas. Una horrible forma de morir, sin duda alguna. Igualmente horrible es el dolor de los casi 1600 ciudadanos que han decidido inmolarse, imitando con este comportamiento a nuestro difunto presidente Arthur McKensy, y bla, bla, bla...”

Mientras la locutora hablaba, la pantalla mostraba una imagen en la que un grupo de personas corría por un parque, envueltas en llamas, pasando a pocos metros de un ninja que permanecía indiferente a todo, en esa posición de ojos cerrados y espalda erguida que Roc y Kristina ya habían presenciado.

- ¡Nosotros vimos a varios como ése! - dijo la señorita Klotsny señalando al ninja arrodillado en el suelo.
- Mokuso - comentaban entre sí los cinco científicos japoneses.
- ¿Por qué adoptarán tan peculiar comportamiento? - se preguntaba el anciano Fletcher, mesándose la barba de manera compulsiva.
Nadie parecía capaz de contestar a la pregunta. Todos, desde el más reputado premio Nobel hasta el malhumorado conserje Smith; desde el director Niccolas Zann hasta el coronel Walter Casey, observaban el fenómeno con el mismo gesto de incomprensión grabado en la cara.
- ¡Un momento! - exclamó el joven de la chaqueta beige -. Observen lo que sucede cada vez que los inmolados pasan cerca del uranita.
- ¿A qué se refiere? - preguntó el doctor Zann.
- Las llamas aumentan de tamaño cuando se acercan al ninja - señaló chaqueta-beige con una sonrisa en la cara -. ¿No lo comprenden? El fuego se alimenta por el aumento de oxígeno. Eso quiere decir que el uranita está desprendiendo oxígeno hacia la atmósfera.
- ¿Y a dónde nos lleva eso? - inquirió Fletcher Adams.
- ¡Está clarísimo! - respondió chaqueta-beige -. ¡El ninja está haciendo la fotosíntesis!
Todos comprendieron al instante, de forma repentina.
- ¡De modo que así es como se alimentan! - exclamó para sí mismo el veterano Fletcher Adams.
- La fotosíntesis... realizan la fotosíntesis...
- ¿Tendrá un origen vegetal la vida inteligente de Urano?
- Hay una cosa clara - concluyó el coronel Casey -. Si el enemigo come, eso quiere decir que tiene debilidades. Las aprovecharemos, y venceremos - aseguró con su amplia sonrisa de estreñimiento.

Kristina Fletcher digirió esas palabras sin estar completamente segura de que contuviesen la verdad.Instintivamente, sus ojos se desviaron hacia los de Roc Stormer. Él también la miraba a ella. No habían intercambiado muchas palabras durante el tiempo que llevaban juntos, pero allí, con una sola mirada, los dos supieron que estaban pensando lo mismo.

1 comentario:

Lunykornio dijo...

Jajaja, muy bueno.
¿Y para cuando un nuevo capítulo?


Susana,
lunykornio.blogspot.com