martes, 23 de octubre de 2007

CAPÍTULO 6

El temerario trío atravesó el agujero de la pared, envuelto por una nube de polvo. Lo primero que encontraron nada más salir fue una decena de platillos volantes aparcados.
Había dos ninjas custodiándolos. Roc Stormer se cargó a uno, y Kristina aprovechó el sobresalto del otro para acribillarlo a golpe de ametralladora.

- Has nacido para esto - le dijo Roc. En su tono de voz parecía vislumbrarse cierta admiración.

Ella no supo a ciencia cierta si le agradaba o no escuchar aquellas palabras, pero todavía se las repetía a sí misma cuando una hora después, los tres se separaron junto a la casa de Kristina.
Roc Stormer bordeó la muralla de la casa, en dirección al acantilado. Stan y Kristina lo observaron perderse tras la esquina y a continuación, tragando saliva, se dirigieron hacia el interior de la casa.
Las probabilidades de que hubiese ninjas en la casa eran casi despreciables, pero después de todo lo que habían vivido en las últimas horas, el acto de introducirse en cualquier sitio adquiría unas connotaciones terribles.

El viento meneaba las malas hierbas del jardín. Las ventanas estaban apagadas.

- Aguántame esto - le pidió Kristina al informático cuando llegaron junto a la puerta.
El informático le aguantó la ametralladora, mientras ella buscaba en los bolsillos las llaves de su casa.

Abrió la puerta con precaución. Los dos sintieron un tremendo escalofrío al ver el salón decorado con motivos japoneses.

- ¿Tu padre era uno de ellos? - preguntó Stan. Ella le miró de esa forma asesina a la que Stan ya estaba acostumbrado.

Se apresuraron en llegar a la escalera. Ninguno de los dos se sentía a gusto en aquella sala oriental. En el piso de arriba, el laboratorio estaba tal y como Kristina lo había visto por última vez. La puerta de la terraza seguía abierta, haciendo temblar las probetas y los tubos de ensayo. En el rincón del fondo, el transmisor-Alfa continuaba moviendo sus agujas al son de los pitidos que emitía.

- Curioso aparato - comentó Whitman.
- Ayúdame a desenchufarlo.

Los dos empezaron a buscar, entre la maraña de circuitos, el cable que conectaba el aparato a la red. Stan Whitman, más acostumbrado al mundo de los transmisores, fue el primero en dar con él.

- Pesa menos de lo que imaginaba - fue el siguiente comentario del informático, cuando él y Kristina transportaban la caja metálica y el extraño teclado hacia la puerta del laboratorio.

De pronto, un ruido desagradable les hizo dar un respingo. Había sido el ruido de una puerta que se astillaba y, a juzgar por la dirección del sonido, se trataba de la puerta principal de la casa.
Sin tener que ponerse de acuerdo mediante palabras, los dos soltaron el transmisor y corrieron a por sus ametralladoras.

- ¿Qué coño habrá sido eso?
- Nos deben de haber seguido - aventuró Kristina Klotsny.
- ¿Cuántos?
- ¿Me ves cara de adivina?
Whitman no pudo contestar, porque en ese momento una estrella arrojadiza le atravesó la garganta.
Profiriendo un grito de terror, la señorita Klotsny empezó a lanzar ráfagas de ametralladora alrededor de la habitación. Dos siluetas negras empezaron a moverse entre los estantes del laboratorio. Kristina intentaba acribillarlos sin demasiado éxito. Los frascos de las estanterías estallaban a causa de las balas, llenando el aire y el suelo de cristales rotos.
Uno de los ninjas saltó hacia ella. Kristina, haciendo gala de unos reflejos cuya posesión desconocía, alcanzó al atacante en el aire y, cuando éste cayó al suelo, siguió disparándole (fiel a la escuela de Roc Stormer) hasta convertirlo en una masa informe.
En ello estaba cuando sintió en el costado una fuerte patada que la arrojó a ella también al suelo. Los cristales se clavaron en su blanca piel, tiñéndose de sangre.
El ninja que la había atacado por la espalda la cogió por los pelos y la alzó en el aire. Ella, enfurecida por el dolor, asestó al ninja una patada en los testículos.

Yo no sé si los ninjas de Urano tienen testículos entre las piernas, pero aquello pareció doler y humillar al uranita, que arregló la cara de la señorita Klotsny con una bofetada que la hizo atravesar la puerta del laboratorio, golpearse contra la barandilla de la escalera y aterrizar violentamente en el suelo del salón japonés. Las esterillas suavizaron su caída, pero eso no le impidió sentir dolores por todo el cuerpo. Cuando creía que ya nada podía salir peor, su vista nublada a causa del dolor distinguió cómo el ninja pasaba por encima de la barandilla y saltaba hacia ella. También ahora sus reflejos le hicieron un favor. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, apuntó su arma hacia el techo, con la cuchilla de la bayoneta dispuesta a calvarse en las negras entrañas del uranita. Una décima de segundo más tarde, la dolorida Kristina tenía entre sus manos el pinchito moruno más desagradable que había conocido.
Ayudándose con la pierna, desclavó el negro fiambre con su bayoneta y se incorporó con un esfuerzo sobrehumano. El brazo y la cintura le sangraban profusamente. Tosió un par de veces, escupiendo también por la boca algo de sangre, y dirigió su vista hacia el piso de arriba, en el que aguardaba el transmisor-Alfa, envuelto en su impenetrable bosque de circuitos.
Se disponía ya a subir a por él cuando escuchó un gorjeo conocido a su derecha. Un tercer ninja había entrado en el salón, y su silueta, agarrando la katana con las dos manos, se proyectaba en uno de los biombos de papel de arroz.
Apuntó con su ametralladora hacia el biombo y... ¡maldición! El gatillo se había atascado. Rápidamente, miro a su alrededor en busca de algún arma.
De un tablón de la pared colgaba una colección de artilugios ninja.
Kristina se acercó en silencio hasta el tablón y descolgó un pequeño shuriken plateado. Una gota se deslizó por su frente. ¿Era sangre o sudor? Tenía una única oportunidad. Si fallaba, el ninja la descubriría y correría a por ella. Levantó la estrella en su mano, observó la sombra que se proyectaba en el biombo... calculó el lugar exacto en el que estaría la garganta... ¡y lo lanzó!

El shuriken atravesó el papel de arroz, dejando en él una pequeña raja. Kristina se puso taquicárdica. La silueta se volvió hacia ella, avanzó un par de pasos... y cayó al suelo destrozando la quebradiza superficie del biombo.

Lo único que pensó Kristina cuando vio la estrella de plata incrustada en la garganta del ninja fue: “Sí... He nacido para esto”.

Armada con una katana de su padre, revisó la casa para comprobar que no les habían seguido más ninjas. El resultado de la revisión fue tranquilizador, si es que esta palabra tiene algún sentido cuando acabas de caer de un segundo piso con cristales clavados en el brazo.
Subió las escaleras como pudo, se despidió del cadáver del señor Whitman y le arrebató el arma de las manos.

- Me temo que la voy a necesitar más que tú...

Lo más difícil fue transportar ella sola el transmisor-Alfa. A punto estuvo de dejarlo caer por las escaleras en más de una ocasión.
A ver... ¿qué había dicho Roc? Buscar un medio de transporte y conducir hasta la avenida marítima. Que ella supiese, el vehículo más cercano era el jeep del vecino. Así que dejó el transmisor junto a la puerta y se encaminó a la casa de al lado. Saltó la valla. Sus pies agotados aterrizaron en un jardín mucho mejor cuidado que el de los Klotsny. Y contrastando con el verdor del césped, un jeep descapotable de color rojo permanecía aparcado junto a las arizónicas.

- ¿No podían haber elegido un color más discreto?

El coche parecía en buen estado. Kristina Klotsny inspeccionó los alrededores del volante con la esperanza de que las llaves estuviesen puestas...
... pero eso sólo ocurre en las películas y en las novelas baratas de serie-B.

- No se mueva de ahí, señorita Klotsny. Pienso entregarla a las autoridades - dijo una voz a sus espaldas.

Kristina reconoció con desagradable facilidad la voz de su detestable vecino. Había surgido de la trampilla del sótano, armado con un bate de béisbol, y se acercaba a ella con actitud amenazante.

Teníais que haber visto cómo cambió la cara de aquel tipejo insignificante cuando Kristina se volvió hacia él, cubierta de sangre de los pies a la cabeza, con una ametralladora en la mano, una katana en la espalda y una expresión que indicaba sin ningún género de dudas que no se encontraba de humor para bromear.

- Buenas noches, señor Chester - saludó la señorita Klotsny amartillando el arma -. Tengo entendido que llamó usted a la policía para acusarme... de asesinato...
- ¿Yo? Bueno... verá... yo... - balbuceaba el vecino -. Lo cierto es que... fue un... malentendido... Porque usted no sería capaz de asesinar a nadie... ¿verdad?
Ese “¿verdad?” sonó más cercano a una súplica que a una pregunta.
- Qué bien me conoce usted, señor Chester. Un malentendido...
- S-sí... un... malentendido...
- En ese caso, señor Chester, supongo que estará usted dispuesto a concederme un pequeño favor para reparar su falta...

Un pequeño charco de orina se deslizaba por la pernera del pantalón del señor Chester... y regaba el césped.

A no demasiados metros de allí, Roc Stormer flirteaba con la locura. Había descendido por el acantilado hasta llegar a un saliente, a pocos metros del agitado mar. A sus pies se hundían los 24 kilómetros de la fosa abisal de San Lewis, que albergaban entre sus aguas inescrutables una tabla que respondía al nombre de Rosetta 2.
El regimiento del coronel Casey había fallado, el Winona II había fallado... Ahora todo dependía de sus cojones, y había bajado por aquel acantilado para demostrar que los tenía bien puestos.
A cuatro o cinco metros de las olas espumosas, Roc Stormer se disponía a descender a la fosa sin submarinos ni pijadas por el estilo. Cogió entre sus manos una roca que encontró en el acantilado (para llevar algo pesado que lo ayudase a sumergirse), inspiró fuerte, para llenar sus pulmones de aire... y se arrojó al mar.

El contacto con el agua fría le hizo ser más consciente de la barbaridad que estaba cometiendo. A sus espaldas: una escarpada pared de corales vistosos. Frente a él: Los 24.000 metros de fosa perdiéndose en la negrura.
La piedra le ayudaba a descender con rapidez. Roc Stormer sabía que cada metro que descendiese era un metro que después tendría que desandar; sabía que una persona normal no podía aguantar 24 kilómetros de ida y 24 de vuelta sin respirar; sabía que una persona normal estallaría bajo la presión de 24 kilómetros de agua... Pero también sabía que él no era una persona normal...
Los bancos de peces luminosos se cruzaban en su camino. Huían inquietos de los pulpos, de las medusas... y tal vez de depredadores mucho más terribles que aguardaban en las altas profundidades. Las anémonas hacían bailar sus tentáculos en los bancos de coral, con una ondulación hipnótica.

Roc no sabía explicarse a sí mismo por qué estaba haciendo aquello. Ni siquiera le interesaba comunicarse con los uranitas. Ni siquiera pretendía tirarse a la señorita Klotsny... y ya lo dijo el gran filósofo: “Nunca te lances a una fosa abisal por una tía que no te vas a tirar”. Sin duda alguna había enloquecido por completo. Asesinar niñas con una llave inglesa no era estar como una verdadera regadera. Esto sí.

Y sin embargo, la Fortuna favorece a los locos, o al menos eso fue lo que sucedió en aquella ocasión, porque a la luz de las medusas resplandecientes, Stormer pudo ver el cuerpo de Darius Klotsny enganchado en uno de los salientes del banco de coral.
¡El muy cabrón no había descendido hasta el fondo! Estaba allí, a no demasiados metros de profundidad... o al menos estaba lo que quedaba de él. Los peces se habían encargado de mordisquearlo a una velocidad inusual. Lo único que sobrevivía del doctor Klotsny era un esqueleto descarnado, con una bata blanca hecha girones que se enredaba en las aristas del coral. Y aprisionada entre los brazos del esqueleto, Rosetta 2 brillaba con un fulgor de plata.
Roc soltó la piedra, que continuó su camino hasta el fondo en solitario. Se agarró a uno de los salientes del coral (que le mordió en la mano) e intentó sacar la tabla de entre los brazos del difunto profesor. Estaba firmemente agarrada. Incluso muerto se resistía el condenado. “Me vas a tener que perdonar por hacer esto, Kristina”, pensó mientras arrancaba de cuajo uno de los brazos del esqueleto. Con eso Rosetta 2 quedó más accesible.
Stormer se disponía a arrojar el brazo del esqueleto hacia el fondo, y fue precisamente lo que encontró en el fondo lo que le hizo cambiar de idea: La piedra que él había soltado seguía descendiendo hacia los abismos. De repente, surgió de la negrura una mandíbula de dientes afilados y se la tragó de un solo bocado.
“Tiburones”... Antes de que terminara de pensar la palabra, el tiburón le embistió con las mandíbulas abiertas de par en par. Roc Stormer no estaba dispuesto a dejarse amilanar por eso. Esperó a que el escualo se acercase y cuando pudo sentir el aliento del bicho en la cara, le clavó el brazo del esqueleto en un ojo. El tiburón empezó a retorcerse de dolor. Con su mano libre, Roc sacó el machete de supervivencia y abrió al monstruo en canal.
Acto seguido, y sin perder un instante, cogió a Rosetta 2 e inició el ascenso hacia la superficie. El tiburón se retorcía entre su propia sangre.
No tardaron en acudir otros escualos para devorar al moribundo. Roc ascendía trabajosamente, con la tabla en una mano y el machete en la otra. Sabía que tarde o temprano uno o dos de los tiburones repararían en él e intentarían darle caza. No le decepcionaron. La repentina huída de los peces y las gambas que tenía ante sus ojos le hizo deducir que alguno de los depredadores se le acercaba. Cuando decidió mirar hacia abajo, advirtió que un tiburón bastante crecidito lanzaba dentelladas a diestro y siniestro, intentando probar el sabor de su carne. Roc Stormer le enseñó a qué sabía la hoja del machete. Otro tiburón, más grande todavía, quiso intentar lo que los dos anteriores no habían conseguido. ¡Oh, escualo infeliz! Blandiendo el cuchillo con destreza, el señor Stormer demostró que en el campo de concentración japonés también había aprendido a hacer el shushi.

Y tras unas cuantas brazadas más, la cabeza de Roc Stormer saludó a la superficie aspirando una intensa bocanada de aire.
Las olas insistían en empujarle contra las rocas del acantilado. Apelando a las fuerzas que todavía le quedaban, comenzó a nadar contracorriente, en dirección a la avenida marítima, en donde encontraría un sitio más fácil para acceder a tierra y, si todo había salido bien, un medio de transporte con un transmisor-Alfa y una señorita Klotsny al volante.

2 comentarios:

ShOrTy dijo...

hi hi, bueno, me parece genial la historia y me quedo con tres frases

-no, no!! era broma, era broma!!

-nadie jode el llavero de Roc Stormer

-Hasta la próxima invasión

jejejejei, cuidateeeee

Kike dijo...

¿¿Y no vas a continuar con esta OBRA DE ARTE??